martes, 23 de junio de 2009

Un coloquio de Erasmo vertido al español: Naufragium

portada de erasmoPresento, después de mucho tiempo sin agregar nada aquí a causa de las exigencias comunes de la vida diaria, uno de los coloquios de Erasmo de Rotterdam. Es sumamente curioso que de un autor tan prolífico sólo se conozca bien su Laus stultitiae (Elogio a la locura); recórrase por un momento esta página para ver la cantidad de cosas que dejó escritas este hombre y disponibles en línea. Es algo abrumador. Es uno de esos casos donde queda claro que nuestra manera de ver a un escritor del pasado se hace a través de la lente de sus sucesores, que se interponen inevitablemente entre nosotros y aquél.

Podría parecer extraño que alguien se esforzara en traducir textos que, como es bien sabido, tenían como objetivo principal ayudar a dominar el latín, supliendo una carencia evidente en momentos en los que el latín ya no era la lengua materna de nadie. Los diálogos o coloquios pretendían transmitir y hacer asequibles los giros típicos de la oralidad en latín, las frases de uso diario. En este sentido, creo que se puede decir que es notorio en el siguiente diálogo que la narración no es un fin en sí mismo, como algo que se cuenta por el mero placer de contarlo. Es, más bien, un pretexto. Pero también es obvio que el objetivo no es solamente lingüístico, sino el de analizar ciertos elementos del entorno social de aquel tiempo.

AL respecto, tengo que destacar la gran fuerza que tiene, dentro de la crítica y la sátira que Erasmo ejerce hacia lo que le rodea, el sentido común por encima del celo religioso. Creo que esto quedará sumamente claro en el texto a continuación. Aquí lo dejo y espero no tardar tanto en la próxima entrada a este blog. Advierto que es posible que haya errores o inexactitudes en la traducción, que un latinista perito podría fácilmente censurar; pero bueno, sépase que hice lo mejor que pude.

Erasmo de Rotterdam (1467-1536)

Naufragio

Traducción de Joaquín Rodríguez B.

ANTONIO: Estás contando cosas horrendas. ¿Así es la navegación? No permita dios que algo así me venga a la mente.

ADOLFO: Más aun, lo que hasta ahora he relatado no es más que un juego ante lo que estás a punto de escuchar.

ANTONIO: Ya he oído suficiente de males. Oyéndote evocarlos, temo sentirme casi en el mismo peligro.

ADOLFO: Para mí, en cambio, son felices las penas ya ocurridas. Esa noche sucedió algo que en buena medida le arrebató la esperanza al capitán.

ANTONIO: ¿Qué fue? Dime.

ADOLFO: Era una noche ligeramente clara y en lo alto del mástil estaba uno de los marineros de la galera (así se le llama, según sé) escudriñando en busca de tierra. Apareció entonces un punto brillante ante él; que es un funesto presagio para los marineros si surge solitario, y una señal favorable si está acompañado por otro. Los antiguos creían que éstos eran Cástor y Pólux.

ANTONIO: ¿Y por qué ocurría esto entre los marineros? Si uno fue jinete y el otro luchador.

ADOLFO: Así les pareció a los poetas. El capitán, que estaba al timón, le dijo al nauta:

–Camarada –pues así se llaman entre sí los marineros– ¿puedes ver, pues un amigo te está tapando un lado?

–Sí veo algo– respondió aquél –y espero que sea favorable.

Y de pronto el punto incandescente cayó por entre las sogas y se precipitó hasta el capitán.

ANTONIO: ¿No estaba muerto de miedo?

ADOLFO: Los marineros están acostumbrados a los portentos. Una vez que la esfera brillante llegó ahí, se detuvo un poco y luego comenzó a dar vueltas por las orillas del barco, hasta que se desvaneció por los puentes centrales de la embarcación. Por el sur, empezó a recrudecerse más y más una tormenta. ¿Has visto alguna vez los Alpes?

ANTONIO: Sí.

ADOLFO: Esas montañas son verrugas si se las compara con las olas de este mar. Cada vez que nos elevábamos en lo alto, parecía posible tocar la luna con el dedo; cada vez que bajábamos, parecíamos ir hacia el Tártaro por una hendidura vertical de la tierra.

ANTONIO: Oh dementes, los que se confían a la mar.

ADOLFO: Luchábamos en vano los tripulantes con la tempestad, hasta que el capitán, completamente pálido, nos interpeló.

ANTONIO: Esta palidez es presagio de algo terrible.

ADOLFO: –Amigos, –dijo– he dejado de ser el señor de mi nave, los vientos han vencido. Sólo queda que pongamos nuestra esperanza en dios y que cada uno se prepare para lo peor.

ANTONIO: ¡Qué arenga, tan escítica!

ADOLFO: –Pero primero, –añadió– debemos quitarle peso al barco. Nos fuerza la necesidad, un arma de gran fuerza. Mejor es velar por la vida en detrimento de las cosas, que perecer junto con ellas.

La verdad logró convencer: se arrojaron al mar paquetes y paquetes repletos de riquezas.

ANTONIO: Eso era, en verdad, lo que debía arrojarse.

ADOLFO: Había ahí un italiano que había fungido como embajador con el rey de Escocia. De él era un cofre lleno de vasos de plata, sortijas, paños y vestimentas de seda.

ANTONIO: ¿Y no quería ceder, estando así el mar?

ADOLFO: No. Deseaba o morir junto con sus riquezas amigas o salvarse con ellas. De modo que ponía resistencia.

ANTONIO: ¿Y el capitán? ¿Qué hizo?

ADOLFO: –Te permitimos –dijo– morir solo con tus cosas, pero no es justo que todos peligremos a causa de tu cofre. Si no accedes, los lanzaremos a ti y a tus cosas al mar.

ANTONIO: Frase verdaderamente de marinero.

ADOLFO: Y así, el italiano también arrojó lo suyo, lanzando horribles imprecaciones en su lengua contra dioses y mortales, pues veía su vida rebajada a un estado tan bárbaro.

ANTONIO: No sé italiano.

ADOLFO: Un poco después, los vientos, en nada apaciguados por nuestros esfuerzos, rompieron las cuerdas y desbarataron las velas.

ANTONIO: ¡Qué calamidad!

ADOLFO: En ese momento se acercó a nosotros el capitán.

ANTONIO: ¿Para convocarlos?

ADOLFO: Y decirnos:

–Amigos, el momento exige que cada uno se encomiende a dios y se prepare para la muerte.

Cuando le preguntaron algunos ya experimentados en los asuntos náuticos cuántas horas más creía poder preservar el barco, dijo que no podía prometer nada, pero que más de tres horas no podría mantenerlo.

ANTONIO: Una arenga todavía más dura que la primera.

ADOLFO: Al decir esto, ordenó que se cortaran todas las cuerdas y, con sierra, el mástil casi hasta su base, y que lo arrojaran al mar junto con las velas.

ANTONIO: ¿Por qué?

ADOLFO: Porque una vela caída y en jirones es un peso, no algo de utilidad. Toda la esperanza estaba puesta en el timón.

ANTONIO: ¿Y qué hacían los tripulantes mientras tanto?

ADOLFO: Ahí habrías visto un género miserable de cosas. Algunos, postrados ante tablas, adoraban al mar, esparciendo en las olas lo que había de aceite, adulándolo como se suele hacer con un príncipe enfurecido.

ANTONIO: ¿Qué decían?

ADOLFO: –Oh, mar tan primordial. Oh, mar tan generoso. Oh, mar tan hermoso. Apacíguate, protégenos.

Así le cantaban muchos al mar.

ANTONIO: Ridícula superstición. ¿Y los demás?

ADOLFO: Muchísimos hacían votos solemnes. Había un inglés que le prometía montañas de riquezas a la virgen de Walsingham si lograba llegar a tierra con vida. Otros se comprometían a hacerse cartujos. Había uno que juraba que iría al hogar del divino Jacob, que reside en Compostela, con los pies descalzos y la cabeza desnuda, el cuerpo cubierto sólo por una coraza de metal y mendigando comida.

ANTONIO: ¿Nadie recordó a san Cristóbal?

ADOLFO: No sin reírme escuché a uno que, en voz alta para que lo escucharan, le prometió al san Cristóbal que está en el sumo templo de París (más una montaña que una estatua) un cirio tan grande como fuere su figura. Repitiendo esto una y otra vez con los mayores alaridos que podía, un conocido suyo que estaba muy cerca lo tocó con el dedo y discretamente le advirtió:

–Ten cuidado con lo que prometes. Aun haciendo una subasta de todas tus pertenencias, no podrás pagarlo.

Entonces, con voz ya más apagada, evidentemente para que no alcanzara a escuchar san Cristóbal, le contestó:

–Cállate, tonto, ¿realmente crees que hablo en serio? Si alguna vez llego a tocar tierra, no le daré esa vela.

ANTONIO: ¡Grosero ingenio! Imagino que fue Batavo.

ADOLFO: No, fue Celando. Entre todos, nadie se comportaba con más tranquilidad que una mujer con su hijita en el regazo

ANTONIO: ¿Por qué ella?

ADOLFO: Era la única que no vociferaba ni lloraba ni hacía juramentos. Solamente abrazando a su niña, suplicaba en silencio. En ese momento, el barco fue empujado repentinamente contra un banco de arena, y el capitán, temiendo que se hiciera pedazos por completo, lo ató por la proa y la popa utilizando cables.

ANTONIO: ¡Oh, frágil defensa!

ADOLFO: Entre tanto, apareció un viejo sacerdote de sesenta años que se llamaba Adamo, el cual, en ropa interior y ya sin polainas ni zapatos, nos animó a todos a que también nos preparáramos para nadar. Y así, de pie en el centro del barco, nos reunió para decirnos las cinco verdades acerca de la utilidad de confesarse según Gerson. Exhortó a todos a que se prepararan para la vida y la muerte. Había ahí un dominico. Con ellos dos se confesaron los que quisieron. Mientras hacían esto, volvió un marinero con lágrimas en los ojos y dijo:

–Prepárese cada uno, pues el barco dejará de ser útil en quince minutos.

Ya destruida por algunos lugares, en efecto, la nave absorbía agua. Y un poco después, un marinero nos dice que a lo lejos ve una torre sagrada y nos anima a implorar el auxilio de su divinidad, cualquiera que fuere la protectora de tal templo. Se echan todos al piso y comienzan a rogarle al dios desconocido.

ANTONIO: Si lo hubieran llamado por su nombre, probablemente habría escuchado.

ADOLFO: Nadie lo sabía. Entre tanto, el capitán hacía todo lo posible por dirigir el navío ya maltratado, que absorbía agua por todas partes y que ya se habría destrozado por completo si no lo hubieran atado.

ANTONIO: Difícil situación.

ADOLFO: Nos acercamos tanto que los habitantes del lugar nos vieron en peligro y avanzando en grupo hacia la costa. Sin sus togas encima y con los gorros puestos en las lanzas, nos invitaban a venir y con los brazos levantados hacia el cielo daban a entender que lamentaban nuestra fortuna.

ANTONIO: Ya quiero saber lo que pasó después.

ADOLFO: Tanto mar había entrado en el barco que ya no estábamos más seguros en él que en el agua.

ANTONIO: Había que recurrir al último refugio.

ADOLFO: Más bien inútil refugio. Los tripulantes le quitaron el agua a la lancha y la arrojaron al mar. Todos intentaron meterse en ella, mientras algunos con gran tumulto protestaban diciendo que la lancha no podía alojar a tantas personas, y que cada uno tomara lo que pudiera y nadara. La situación no permitía largas reflexiones; uno tomó un remo; otro, una pértiga; otro, una cubeta; otro, un bote; otro, una tabla. Y cada uno ateniéndose a lo suyo como protección, se aventuraron al agua.

ANTONIO: ¿Y qué pasó entre tanto con la mujer, la única que no se lamentaba a gritos?

ADOLFO: Ella fue la primera que alcanzó tierra.

ANTONIO: ¿Cómo lo logró?

ADOLFO: La habíamos puesto en una tabla prominente y la habíamos atado de tal modo que no pudiera caerse. Le dimos en la mano una tablilla para que la usara como remo, y elevando plegarias la bajamos del barco, empujándola con un palo para que se alejara del barco, que era donde estaba el peligro. Con la izquierda cargaba a su hija y con la derecha remaba.

ANTONIO: ¡Qué mujer!

ADOLFO: Como ya no quedaba nada, alguien agarró una estatua de madera de la Virgen, ya carcomida y mordisqueada por ratones, y abrazándola comenzó a nadar.

ANTONIO: ¿Y la lancha llegó sin problemas?

ADOLFO: Fueron los primeros en morir. Se habían metido en ella cerca de treinta personas.

ANTONIO: ¿Cómo llevó a eso el triste destino?

ADOLFO: Antes de que pudiera liberarse del enorme barco, se volcó por el balanceo de éste.

ANTONIO: ¡Terrible suceso! ¿Y qué más?

ADOLFO: Mientras velaba por alguien más, estuve a punto de morir.

ANTONIO: ¿Cómo?

ADOLFO: Pues ya no quedaba nada apto para nadar.

ANTONIO: Debe de haber habido ahí corchos que fueran útiles.

ADOLFO: En tal situación habría preferido un vil corcho que un candelabro de oro. Después, al observar detenidamente, pensé en la parte restante del mástil. Y, puesto que no podía arrancarla yo solo, tomé a alguien como compañero. Apoyados los dos en ella, nos echamos al mar, asiéndome yo al extremo derecho y él al izquierdo. Mientras nos arrojábamos, aquel sacerdote, el que había hecho la arenga al estilo de los marineros, se abalanzó en medio de nosotros dos. Pero era una persona de gran tamaño. Exclamamos:

–¿Un tercero? Nos matará a todos.

Y replicó tranquilamente:

–Cálmense, hay suficiente espacio. Dios nos ayudará.

ANTONIO: ¿Y por qué tardó él tanto en comenzar a nadar?

ADOLFO: Pues iba a abordar la lancha junto con el dominico, ya que todos demandaban este honor, pero, aun ya habiéndose confesado uno por uno en el navío, olvidando todo lo que los rodeaba se volvieron a confesar ahí al borde del barco al tiempo que se estrechaban las manos; fue entonces cuando la lancha se volteó. Esto fue lo que me contó Adamo. Mientras íbamos de un lado al otro junto a la embarcación, que daba vueltas de aquí para allá al arbitrio de las aguas, el timón ya desprendido le destrozó el muslo al que se sujetaba del extremo izquierdo del mástil, y así, fue aniquilado. El sacerdote, deseándole la paz eterna, lo sucedió en su lugar, animándome a que cuidara de mi extremo y moviera con fuerza los pies. Entre tanto, bebíamos mucha agua salada, a tal grado que era como si Neptuno no sólo nos hubiera recetado un baño salado sino también un veneno salobre; pero el sacerdote mostró el remedio para ello.

ANTONIO: ¿Cuál? Dime

ADOLFO: Cada vez que venía hacia nosotros una ola, él volvía el rostro y cerraba la boca.

ANTONIO: Un viejo muy valiente el que me describes.

ADOLFO: Cuando por fin habíamos avanzado un poco nadando de este modo, el sacerdote, puesto que era de estatura elevada, dijo:

–Arriba el ánimo, que creo que puedo tocar la arena.

Yo, sin atreverme a esperar algo tan bueno, le respondí:

–Muy lejos estamos de la costa como para que eso pueda esperarse.

–Aun así, siento tierra con los pies.

–Seguramente es alguna de las cajas que el mar arrastró hasta aquí.

Después de haber nadado durante cierto tiempo, sintió una vez más un banco de arena y me dijo:

–Tú haz lo que te parezca mejor, yo te cedo todo el mástil y me atengo a la arena.

Y junto con el descenso esperado del nivel de las aguas, siguió a pie su curso en la medida en que pudo, y al ascender de vuelta las olas, luchaba con la corriente impulsándose con brazos y pies, sumergiéndose bajo el agua como suelen hacerlo los somorgujos y los patos; y una vez más, al salir a la superficie, avanzaba esforzándose y corriendo. Y yo, al ver su éxito, lo imité. En la costa había unos hombres robustos y acostumbrados a las aguas que con palos muy largos extendidos se sostenían a sí mismos en contra del ímpetu de las olas, de tal modo que desde la orilla tendían sus lanzas a los que nadaban. Una vez que éstos las alcanzaban, los acogían a todos en la costa, llevándolos a tierra firme y segura. Gracias a esto algunos se salvaron.

ANTONIO: ¿Cuántos?

ADOLFO: Siete. Y en realidad dos de ellos, debilitados por la frialdad del baño, tuvieron que estar junto al fuego.

ANTONIO: ¿Cuántos iban en el barco?

ADOLFO: Cincuenta y ocho.

ANTONIO: Oh, malvado mar. Si al menos se hubiera contentado con una décima parte, que es suficiente para los sacrificios. ¿De tantos, dejó vivos a tan pocos?

ADOLFO: Ahí experimentamos una humanidad increíble de la gente, una solicitud admirable a nuestra disposición, alojamiento, calor, comida, ropa y provisiones.

ANTONIO: ¿Qué gente era?

ADOLFO: Holandesa

ANTONIO: Ninguna más humana que ésta, aun estando cercada por grupos fieros. No volverás a buscar, creo, a Neptuno después de esto.

ADOLFO: No, a menos que dios me quitara la cordura.

ANTONIO: Y yo prefiero oír tales historias que vivirlas.

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Para terminar, me pareció muy significativo el uso de personajes en los que se suele ver menor fuerza (la mujer, el viejo), como recursos para demostrar la idea de existe una fuerza de distinto tipo, que proviene de una voluntad enérgica y no directamente de lo físico. Es un énfasis evidente en la determinación, el poder de decisión, que contrasta enormemente con la actitud de todos los otros marineros.

Otra cosa. En internet encontré dos versiones del mismo texto, con cambios bastante fuertes. Una de ellas, la que no usé, que aparece aquí, añade un largo pasaje en que se elevan plegarias a la virgen justo antes de la adoración que se hace hacia el mar como si fuera un dios. Además de esto, las otras cosas que agrega parecen concentrarse en la necesidad de presentar ruegos y súplicas dentro de la ortodoxia, tal como “debían ser”, por lo que creo que esta versión es posterior, como para atenuar el poder de crítica de Erasmo hacia la devoción popular y su inconstancia en momentos de peligro. La versión en que me basé, a pesar de que tiene algunos errores que hicieron que me quebrara la cabeza antes de consultar la otra versión, está aquí.