viernes, 17 de julio de 2009

2 emblemas de Andrea Alciato

cabezaAlgunas de las obras más representativas de lo que se ha denominado "mentalidad barroca” son los libros de emblemas, y entre ellos, sin duda, el más famoso y con mayor influencia para la posteridad es el de Andrea Alciato, publicado por primera vez en 1531.

Antes de transcribir los emblemas que escogí, me gustaría hacer énfasis en el hecho de que, vista la literatura emblemática desde la actualidad, muchas veces se tiene la impresión de que pertenece a un mundo intensamente simbólico cuyas fibras semánticas hace ya tiempo que fueron destruidas por la “racionalidad” ilustrada. Pues bien, lo primero que hay que hacer, creo, para acercarse a estos emblemas es desechar por entero este prejuicio, tan arraigado con respecto al barroco. Incluso habría que dudar seriamente de cualquier caracterización demasiado precisa de eso que se ha llamado “barroco”. En mi caso, leí estos emblemas como si estuviera ante literatura fantástica, o sencillamente ante textos que al estar siempre acompañados de imágenes son capaces de desatar una gran imaginación en el lector.

Espero que puedan interesarle a más de alguno. Pongo primero el original y después mi traducción. Las imágenes que aparecen pertenecen a distintas ediciones del libro de Alciato. Si quieren acceder al libro completo, aparece aquí y aquí. Esta otra página también es buena, tiene algunas explicaciones de los emblemas.

Emblema 133
Ex litterarum studiis immortalitatem acquiri / La inmortalidad se alcanza mediante el estudio de las letras

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Neptuni tubicen (cuius pars ultima cetum,
Aequoreum facies indicat esse Deum)
Serpentis medio Triton comprenditur orbe,
Qui caudam inserto mordicus in ore tenet.
Fama viros animo insignes, praeclaraque gesta
Prosequitur, toto mandat et orbe legi.

Tritón, el trompetero de Neptuno, (cuya parte baja indica que es un monstruo marino; y cuyo rostro, que es un dios acuático) está rodeado en medio del círculo de una serpiente que muerde su propia cola. La fama persigue a los hombres de gran espíritu y sus hechos admirables, y ordena que sean leídos por todo el mundo.

Emblema 167
In eum, qui truculentia suorum perierit / Para aquél que habrá de perecer a causa de la inclemencia de los suyos

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Delphinem invitum me in littora compulit aestus,
Exemplum, infido quanta pericla mari.
Nam si nec propriis Neptunus parcit alumnis.
Quis tutos homines navibus esse putet?

La marea me trajo un delfín a la costa sin que yo lo pidiera, muestra de los grandes peligros del mar traicionero. Pues, si Neptuno no guarda consideración con los de su especie, ¿quién creerá que los hombres están seguros en los barcos?

Un detalle interesante respecto al primer emblema es que en buena medida la traducción depende de la imagen. Al principio sólo encontré la que aparece a la derecha, donde Tritón se muerde su propia cola, y realmente me costó trabajo entender la frase “Serpentis medio Triton comprenditur orbe”, me hacía pensar en "Tritón es ceñido por un círculo central de serpiente”, como refiriéndose al círculo con el que él mismo se envuelve y designando su parte baja como algo parecido a una serpiente, es decir, de un reptil. Pero al ver la otra imagen, la frase queda mucho más clara, especialmente con la explicación que aparece aquí: se trata del ouroboros, el famoso símbolo de la eternidad, la víbora que se devora a sí misma.

Tal vez la imagen de la derecha se deba a un error de interpretación del texto latino en la frase “Qui caudam inserto mordicus in ore tenet”, donde el pronombre relativo “qui” tiene dos antecedentes posibles: serpiente y Tritón. Y no se sabe muy bien quién es el que se muerde su cola. Pero la verdad, después de verlas varias veces, me pareció más sugestiva la del Tritón mordiéndose: es como un símbolo concentrado, que reúne en sí mismo la idea de eternidad y la del trompetero como escritor. La idea del escritor aparece, pues, como la de alguien que, casi como el barón de Munchausen al levantarse a sí mismo tirando de su propia coleta, intenta lograr la inmortalidad a partir de sí mismo y sin la ayuda de nadie más (un intento valeroso y temerario, pero también desesperado y, después de todo, inútil); alguien que canta pero que se ve forzado a buscar su instrumento en su propia cola, como si se pusiera a hurgar dentro de sí, en los lugares más recónditos, para ver qué es lo que puede decir.

martes, 23 de junio de 2009

Un coloquio de Erasmo vertido al español: Naufragium

portada de erasmoPresento, después de mucho tiempo sin agregar nada aquí a causa de las exigencias comunes de la vida diaria, uno de los coloquios de Erasmo de Rotterdam. Es sumamente curioso que de un autor tan prolífico sólo se conozca bien su Laus stultitiae (Elogio a la locura); recórrase por un momento esta página para ver la cantidad de cosas que dejó escritas este hombre y disponibles en línea. Es algo abrumador. Es uno de esos casos donde queda claro que nuestra manera de ver a un escritor del pasado se hace a través de la lente de sus sucesores, que se interponen inevitablemente entre nosotros y aquél.

Podría parecer extraño que alguien se esforzara en traducir textos que, como es bien sabido, tenían como objetivo principal ayudar a dominar el latín, supliendo una carencia evidente en momentos en los que el latín ya no era la lengua materna de nadie. Los diálogos o coloquios pretendían transmitir y hacer asequibles los giros típicos de la oralidad en latín, las frases de uso diario. En este sentido, creo que se puede decir que es notorio en el siguiente diálogo que la narración no es un fin en sí mismo, como algo que se cuenta por el mero placer de contarlo. Es, más bien, un pretexto. Pero también es obvio que el objetivo no es solamente lingüístico, sino el de analizar ciertos elementos del entorno social de aquel tiempo.

AL respecto, tengo que destacar la gran fuerza que tiene, dentro de la crítica y la sátira que Erasmo ejerce hacia lo que le rodea, el sentido común por encima del celo religioso. Creo que esto quedará sumamente claro en el texto a continuación. Aquí lo dejo y espero no tardar tanto en la próxima entrada a este blog. Advierto que es posible que haya errores o inexactitudes en la traducción, que un latinista perito podría fácilmente censurar; pero bueno, sépase que hice lo mejor que pude.

Erasmo de Rotterdam (1467-1536)

Naufragio

Traducción de Joaquín Rodríguez B.

ANTONIO: Estás contando cosas horrendas. ¿Así es la navegación? No permita dios que algo así me venga a la mente.

ADOLFO: Más aun, lo que hasta ahora he relatado no es más que un juego ante lo que estás a punto de escuchar.

ANTONIO: Ya he oído suficiente de males. Oyéndote evocarlos, temo sentirme casi en el mismo peligro.

ADOLFO: Para mí, en cambio, son felices las penas ya ocurridas. Esa noche sucedió algo que en buena medida le arrebató la esperanza al capitán.

ANTONIO: ¿Qué fue? Dime.

ADOLFO: Era una noche ligeramente clara y en lo alto del mástil estaba uno de los marineros de la galera (así se le llama, según sé) escudriñando en busca de tierra. Apareció entonces un punto brillante ante él; que es un funesto presagio para los marineros si surge solitario, y una señal favorable si está acompañado por otro. Los antiguos creían que éstos eran Cástor y Pólux.

ANTONIO: ¿Y por qué ocurría esto entre los marineros? Si uno fue jinete y el otro luchador.

ADOLFO: Así les pareció a los poetas. El capitán, que estaba al timón, le dijo al nauta:

–Camarada –pues así se llaman entre sí los marineros– ¿puedes ver, pues un amigo te está tapando un lado?

–Sí veo algo– respondió aquél –y espero que sea favorable.

Y de pronto el punto incandescente cayó por entre las sogas y se precipitó hasta el capitán.

ANTONIO: ¿No estaba muerto de miedo?

ADOLFO: Los marineros están acostumbrados a los portentos. Una vez que la esfera brillante llegó ahí, se detuvo un poco y luego comenzó a dar vueltas por las orillas del barco, hasta que se desvaneció por los puentes centrales de la embarcación. Por el sur, empezó a recrudecerse más y más una tormenta. ¿Has visto alguna vez los Alpes?

ANTONIO: Sí.

ADOLFO: Esas montañas son verrugas si se las compara con las olas de este mar. Cada vez que nos elevábamos en lo alto, parecía posible tocar la luna con el dedo; cada vez que bajábamos, parecíamos ir hacia el Tártaro por una hendidura vertical de la tierra.

ANTONIO: Oh dementes, los que se confían a la mar.

ADOLFO: Luchábamos en vano los tripulantes con la tempestad, hasta que el capitán, completamente pálido, nos interpeló.

ANTONIO: Esta palidez es presagio de algo terrible.

ADOLFO: –Amigos, –dijo– he dejado de ser el señor de mi nave, los vientos han vencido. Sólo queda que pongamos nuestra esperanza en dios y que cada uno se prepare para lo peor.

ANTONIO: ¡Qué arenga, tan escítica!

ADOLFO: –Pero primero, –añadió– debemos quitarle peso al barco. Nos fuerza la necesidad, un arma de gran fuerza. Mejor es velar por la vida en detrimento de las cosas, que perecer junto con ellas.

La verdad logró convencer: se arrojaron al mar paquetes y paquetes repletos de riquezas.

ANTONIO: Eso era, en verdad, lo que debía arrojarse.

ADOLFO: Había ahí un italiano que había fungido como embajador con el rey de Escocia. De él era un cofre lleno de vasos de plata, sortijas, paños y vestimentas de seda.

ANTONIO: ¿Y no quería ceder, estando así el mar?

ADOLFO: No. Deseaba o morir junto con sus riquezas amigas o salvarse con ellas. De modo que ponía resistencia.

ANTONIO: ¿Y el capitán? ¿Qué hizo?

ADOLFO: –Te permitimos –dijo– morir solo con tus cosas, pero no es justo que todos peligremos a causa de tu cofre. Si no accedes, los lanzaremos a ti y a tus cosas al mar.

ANTONIO: Frase verdaderamente de marinero.

ADOLFO: Y así, el italiano también arrojó lo suyo, lanzando horribles imprecaciones en su lengua contra dioses y mortales, pues veía su vida rebajada a un estado tan bárbaro.

ANTONIO: No sé italiano.

ADOLFO: Un poco después, los vientos, en nada apaciguados por nuestros esfuerzos, rompieron las cuerdas y desbarataron las velas.

ANTONIO: ¡Qué calamidad!

ADOLFO: En ese momento se acercó a nosotros el capitán.

ANTONIO: ¿Para convocarlos?

ADOLFO: Y decirnos:

–Amigos, el momento exige que cada uno se encomiende a dios y se prepare para la muerte.

Cuando le preguntaron algunos ya experimentados en los asuntos náuticos cuántas horas más creía poder preservar el barco, dijo que no podía prometer nada, pero que más de tres horas no podría mantenerlo.

ANTONIO: Una arenga todavía más dura que la primera.

ADOLFO: Al decir esto, ordenó que se cortaran todas las cuerdas y, con sierra, el mástil casi hasta su base, y que lo arrojaran al mar junto con las velas.

ANTONIO: ¿Por qué?

ADOLFO: Porque una vela caída y en jirones es un peso, no algo de utilidad. Toda la esperanza estaba puesta en el timón.

ANTONIO: ¿Y qué hacían los tripulantes mientras tanto?

ADOLFO: Ahí habrías visto un género miserable de cosas. Algunos, postrados ante tablas, adoraban al mar, esparciendo en las olas lo que había de aceite, adulándolo como se suele hacer con un príncipe enfurecido.

ANTONIO: ¿Qué decían?

ADOLFO: –Oh, mar tan primordial. Oh, mar tan generoso. Oh, mar tan hermoso. Apacíguate, protégenos.

Así le cantaban muchos al mar.

ANTONIO: Ridícula superstición. ¿Y los demás?

ADOLFO: Muchísimos hacían votos solemnes. Había un inglés que le prometía montañas de riquezas a la virgen de Walsingham si lograba llegar a tierra con vida. Otros se comprometían a hacerse cartujos. Había uno que juraba que iría al hogar del divino Jacob, que reside en Compostela, con los pies descalzos y la cabeza desnuda, el cuerpo cubierto sólo por una coraza de metal y mendigando comida.

ANTONIO: ¿Nadie recordó a san Cristóbal?

ADOLFO: No sin reírme escuché a uno que, en voz alta para que lo escucharan, le prometió al san Cristóbal que está en el sumo templo de París (más una montaña que una estatua) un cirio tan grande como fuere su figura. Repitiendo esto una y otra vez con los mayores alaridos que podía, un conocido suyo que estaba muy cerca lo tocó con el dedo y discretamente le advirtió:

–Ten cuidado con lo que prometes. Aun haciendo una subasta de todas tus pertenencias, no podrás pagarlo.

Entonces, con voz ya más apagada, evidentemente para que no alcanzara a escuchar san Cristóbal, le contestó:

–Cállate, tonto, ¿realmente crees que hablo en serio? Si alguna vez llego a tocar tierra, no le daré esa vela.

ANTONIO: ¡Grosero ingenio! Imagino que fue Batavo.

ADOLFO: No, fue Celando. Entre todos, nadie se comportaba con más tranquilidad que una mujer con su hijita en el regazo

ANTONIO: ¿Por qué ella?

ADOLFO: Era la única que no vociferaba ni lloraba ni hacía juramentos. Solamente abrazando a su niña, suplicaba en silencio. En ese momento, el barco fue empujado repentinamente contra un banco de arena, y el capitán, temiendo que se hiciera pedazos por completo, lo ató por la proa y la popa utilizando cables.

ANTONIO: ¡Oh, frágil defensa!

ADOLFO: Entre tanto, apareció un viejo sacerdote de sesenta años que se llamaba Adamo, el cual, en ropa interior y ya sin polainas ni zapatos, nos animó a todos a que también nos preparáramos para nadar. Y así, de pie en el centro del barco, nos reunió para decirnos las cinco verdades acerca de la utilidad de confesarse según Gerson. Exhortó a todos a que se prepararan para la vida y la muerte. Había ahí un dominico. Con ellos dos se confesaron los que quisieron. Mientras hacían esto, volvió un marinero con lágrimas en los ojos y dijo:

–Prepárese cada uno, pues el barco dejará de ser útil en quince minutos.

Ya destruida por algunos lugares, en efecto, la nave absorbía agua. Y un poco después, un marinero nos dice que a lo lejos ve una torre sagrada y nos anima a implorar el auxilio de su divinidad, cualquiera que fuere la protectora de tal templo. Se echan todos al piso y comienzan a rogarle al dios desconocido.

ANTONIO: Si lo hubieran llamado por su nombre, probablemente habría escuchado.

ADOLFO: Nadie lo sabía. Entre tanto, el capitán hacía todo lo posible por dirigir el navío ya maltratado, que absorbía agua por todas partes y que ya se habría destrozado por completo si no lo hubieran atado.

ANTONIO: Difícil situación.

ADOLFO: Nos acercamos tanto que los habitantes del lugar nos vieron en peligro y avanzando en grupo hacia la costa. Sin sus togas encima y con los gorros puestos en las lanzas, nos invitaban a venir y con los brazos levantados hacia el cielo daban a entender que lamentaban nuestra fortuna.

ANTONIO: Ya quiero saber lo que pasó después.

ADOLFO: Tanto mar había entrado en el barco que ya no estábamos más seguros en él que en el agua.

ANTONIO: Había que recurrir al último refugio.

ADOLFO: Más bien inútil refugio. Los tripulantes le quitaron el agua a la lancha y la arrojaron al mar. Todos intentaron meterse en ella, mientras algunos con gran tumulto protestaban diciendo que la lancha no podía alojar a tantas personas, y que cada uno tomara lo que pudiera y nadara. La situación no permitía largas reflexiones; uno tomó un remo; otro, una pértiga; otro, una cubeta; otro, un bote; otro, una tabla. Y cada uno ateniéndose a lo suyo como protección, se aventuraron al agua.

ANTONIO: ¿Y qué pasó entre tanto con la mujer, la única que no se lamentaba a gritos?

ADOLFO: Ella fue la primera que alcanzó tierra.

ANTONIO: ¿Cómo lo logró?

ADOLFO: La habíamos puesto en una tabla prominente y la habíamos atado de tal modo que no pudiera caerse. Le dimos en la mano una tablilla para que la usara como remo, y elevando plegarias la bajamos del barco, empujándola con un palo para que se alejara del barco, que era donde estaba el peligro. Con la izquierda cargaba a su hija y con la derecha remaba.

ANTONIO: ¡Qué mujer!

ADOLFO: Como ya no quedaba nada, alguien agarró una estatua de madera de la Virgen, ya carcomida y mordisqueada por ratones, y abrazándola comenzó a nadar.

ANTONIO: ¿Y la lancha llegó sin problemas?

ADOLFO: Fueron los primeros en morir. Se habían metido en ella cerca de treinta personas.

ANTONIO: ¿Cómo llevó a eso el triste destino?

ADOLFO: Antes de que pudiera liberarse del enorme barco, se volcó por el balanceo de éste.

ANTONIO: ¡Terrible suceso! ¿Y qué más?

ADOLFO: Mientras velaba por alguien más, estuve a punto de morir.

ANTONIO: ¿Cómo?

ADOLFO: Pues ya no quedaba nada apto para nadar.

ANTONIO: Debe de haber habido ahí corchos que fueran útiles.

ADOLFO: En tal situación habría preferido un vil corcho que un candelabro de oro. Después, al observar detenidamente, pensé en la parte restante del mástil. Y, puesto que no podía arrancarla yo solo, tomé a alguien como compañero. Apoyados los dos en ella, nos echamos al mar, asiéndome yo al extremo derecho y él al izquierdo. Mientras nos arrojábamos, aquel sacerdote, el que había hecho la arenga al estilo de los marineros, se abalanzó en medio de nosotros dos. Pero era una persona de gran tamaño. Exclamamos:

–¿Un tercero? Nos matará a todos.

Y replicó tranquilamente:

–Cálmense, hay suficiente espacio. Dios nos ayudará.

ANTONIO: ¿Y por qué tardó él tanto en comenzar a nadar?

ADOLFO: Pues iba a abordar la lancha junto con el dominico, ya que todos demandaban este honor, pero, aun ya habiéndose confesado uno por uno en el navío, olvidando todo lo que los rodeaba se volvieron a confesar ahí al borde del barco al tiempo que se estrechaban las manos; fue entonces cuando la lancha se volteó. Esto fue lo que me contó Adamo. Mientras íbamos de un lado al otro junto a la embarcación, que daba vueltas de aquí para allá al arbitrio de las aguas, el timón ya desprendido le destrozó el muslo al que se sujetaba del extremo izquierdo del mástil, y así, fue aniquilado. El sacerdote, deseándole la paz eterna, lo sucedió en su lugar, animándome a que cuidara de mi extremo y moviera con fuerza los pies. Entre tanto, bebíamos mucha agua salada, a tal grado que era como si Neptuno no sólo nos hubiera recetado un baño salado sino también un veneno salobre; pero el sacerdote mostró el remedio para ello.

ANTONIO: ¿Cuál? Dime

ADOLFO: Cada vez que venía hacia nosotros una ola, él volvía el rostro y cerraba la boca.

ANTONIO: Un viejo muy valiente el que me describes.

ADOLFO: Cuando por fin habíamos avanzado un poco nadando de este modo, el sacerdote, puesto que era de estatura elevada, dijo:

–Arriba el ánimo, que creo que puedo tocar la arena.

Yo, sin atreverme a esperar algo tan bueno, le respondí:

–Muy lejos estamos de la costa como para que eso pueda esperarse.

–Aun así, siento tierra con los pies.

–Seguramente es alguna de las cajas que el mar arrastró hasta aquí.

Después de haber nadado durante cierto tiempo, sintió una vez más un banco de arena y me dijo:

–Tú haz lo que te parezca mejor, yo te cedo todo el mástil y me atengo a la arena.

Y junto con el descenso esperado del nivel de las aguas, siguió a pie su curso en la medida en que pudo, y al ascender de vuelta las olas, luchaba con la corriente impulsándose con brazos y pies, sumergiéndose bajo el agua como suelen hacerlo los somorgujos y los patos; y una vez más, al salir a la superficie, avanzaba esforzándose y corriendo. Y yo, al ver su éxito, lo imité. En la costa había unos hombres robustos y acostumbrados a las aguas que con palos muy largos extendidos se sostenían a sí mismos en contra del ímpetu de las olas, de tal modo que desde la orilla tendían sus lanzas a los que nadaban. Una vez que éstos las alcanzaban, los acogían a todos en la costa, llevándolos a tierra firme y segura. Gracias a esto algunos se salvaron.

ANTONIO: ¿Cuántos?

ADOLFO: Siete. Y en realidad dos de ellos, debilitados por la frialdad del baño, tuvieron que estar junto al fuego.

ANTONIO: ¿Cuántos iban en el barco?

ADOLFO: Cincuenta y ocho.

ANTONIO: Oh, malvado mar. Si al menos se hubiera contentado con una décima parte, que es suficiente para los sacrificios. ¿De tantos, dejó vivos a tan pocos?

ADOLFO: Ahí experimentamos una humanidad increíble de la gente, una solicitud admirable a nuestra disposición, alojamiento, calor, comida, ropa y provisiones.

ANTONIO: ¿Qué gente era?

ADOLFO: Holandesa

ANTONIO: Ninguna más humana que ésta, aun estando cercada por grupos fieros. No volverás a buscar, creo, a Neptuno después de esto.

ADOLFO: No, a menos que dios me quitara la cordura.

ANTONIO: Y yo prefiero oír tales historias que vivirlas.

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Para terminar, me pareció muy significativo el uso de personajes en los que se suele ver menor fuerza (la mujer, el viejo), como recursos para demostrar la idea de existe una fuerza de distinto tipo, que proviene de una voluntad enérgica y no directamente de lo físico. Es un énfasis evidente en la determinación, el poder de decisión, que contrasta enormemente con la actitud de todos los otros marineros.

Otra cosa. En internet encontré dos versiones del mismo texto, con cambios bastante fuertes. Una de ellas, la que no usé, que aparece aquí, añade un largo pasaje en que se elevan plegarias a la virgen justo antes de la adoración que se hace hacia el mar como si fuera un dios. Además de esto, las otras cosas que agrega parecen concentrarse en la necesidad de presentar ruegos y súplicas dentro de la ortodoxia, tal como “debían ser”, por lo que creo que esta versión es posterior, como para atenuar el poder de crítica de Erasmo hacia la devoción popular y su inconstancia en momentos de peligro. La versión en que me basé, a pesar de que tiene algunos errores que hicieron que me quebrara la cabeza antes de consultar la otra versión, está aquí.

lunes, 20 de abril de 2009

Un excelente ensayo de Emerson: Quotation and Originality


Ya en el post pasado mencionaba este ensayo haciendo una comparación con el de Montaigne, subrayando más las diferencias que las convergencias. Ahora, me percato de una similutud que se podría plantear como lo que sostiene el entramado de los dos textos: el uso del ejemplo. Sin él, ambos ensayos de derrumbarían por completo. En cierto modo, Emerson es más sintético y produce mayor cantidad de ejemplos que, más que reforzar, parecen prolongar las ideas.
Presento, entonces, mi traducción de este ensayo, que a mi juicio es un excelente texto de este escritor, y sólo digo que podría interesar a cualquiera que en algún momento, después de haber escrito algo, se haya preguntado: "¿Dónde acaban todos los autores que leí para poder hacer esto y dónde comienzo yo? ¿Qué tan mío es esto que escribí?". Sin duda, es una línea difícil de establecer.
El texto original en inglés es sumamente fácil de encontrar, pero para los interesados aquí está la dirección. No lo incluyo, una vez más por razones de espacio.
Antes de poner aquí la traducción, sólo quiero decir que, entre muchas otras cosas que me hizo pensar el ensayo, hubo una idea que estuvo siempre constante para mí como lector: que todo texto, por el solo hecho de surgir, se inserta en una enorme red de interrelaciones con otros textos; ésta es precisamente la telaraña en la que está atrapada toda persona que cultive la lectura por gusto. No podemos más que seguir sus hebras, conocer a nuevos autores a través de ellas, interesarnos en ellos teniéndolas como guías. Uno puede formarse, incluso, buenas ideas (o al menos, generales) de cualquier autor considerado de importancia, pues sus hebras se expanden en un radio de acción sorprendente, de tal modo que sin importar el hilo inicial que se toma como punto de partida, siempre se llega a tal autor en algún momento. Es así que puedo afirmar que tengo nociones básicas de Hegel sin siquiera haber abierto un libro suyo, ni haber abordado directamente un texto cuya finalidad sea explicar sus ideas. Armamos muchas de nuestras nociones a partir de referencias dispersas producidas en los libros más variados; más aun, guiamos nuestras futuras lecturas a través de este entramado de relaciones. Tal vez de todo esto venga la vaga idea de "cultura general", conocer los puntos que concentran en sí mismos mayor número de convergencias. Sin duda esta es la razón por la que mucha gente sigue asociando directamente al hedonismo con Epicuro, como si las ideas de éste se redujeran a la búsqueda del placer.
Pero hay grandes bloques de telarañas y, frecuentemente, el paso entre algunas de éstas es difícil o pende de una sola hebra. La telaraña llamada "literatura mexicana" tiene miles de hilos en conexión con Europa, pero son pocos en relación con la literatura producida, por ejemplo, en Senegal. Mas, tan pronto como se llega por azares del destino a una hebra suya, ésta conduce a muchísimas otras emparentadas.
El texto de Emerson es una gran telaraña focalizada en el extrañamente llamado "Occidente". ¿Qué pasaría si, además de éstas, comenzáramos a buscar nuevas hebras?


Citación y originalidad
Ralph Waldo Emerson (1803-1882)

Trad. de Joaquín Rodríguez Beltrán


CUALQUIERA que observe el mundo de los insectos, moscas, áfidos e innumerables parásitos, e incluso los mamíferos de corta edad, habrá notado la gran satisfacción que les proporciona la succión, que constituye la actividad principal de sus vidas. Si entramos en una biblioteca o en una sala de redacción, vemos la misma función en un plano más general, llevada a cabo con el mismo ardor, la misma impaciencia frente a la interrupción, lo cual indica la dulzura del acto. En la civilización más avanzada el libro es aún el mayor placer. Aquél que en algún momento haya conocido las satisfacciones de él derivadas está equipado de un recurso contra la calamidad; como el discípulo de Platón que ha percibido una verdad, “está protegido contra el daño hasta otro momento”. En la memoria de todo hombre, están asociados con las horas culminantes de su vida ciertos libros que empalmaron con sus ideas. Acerca de un grupo grande y poderoso de personas, podemos preguntar con seguridad: “¿qué evento es el que más anhelan? ¿Qué don? ¿Qué otra cosa sino el libro que alguna vez vendrá, que han buscado en cada biblioteca, en cada idioma, que será para sus ojos maduros lo que muchas revistas infantiles cubiertas de oropel fueron para su infancia, y les hablará a la imaginación?”. Nuestro gran respeto hacia un hombre cultivado es elogio suficiente a la literatura. Esperamos que un gran hombre sea también un buen lector, o que en proporción con el poder creador aparezca asimismo el de asimilación. Y aunque tales personas son un grupo más difícil y minucioso, no es menos vigoroso. “Aquél que proporciona la ayuda de un igual entendimiento –dijo Burke– duplica el suyo, aquél que usa el de alguien superior eleva el suyo al nivel del que contempla”.
Valoramos libros, y los aprecian principalmente aquéllos que –ellos mismos– son sabios. Nuestra deuda con la tradición a través de la lectura y la conversación es tan grande, y nuestra crítica o nuestra propia aportación tan raras e insignificantes –y hechas comúnmente con base en lo que se ha leído o escuchado–, que desde un punto de vista general se podría decir que no existe la originalidad pura. Todas las mentes citan. Lo viejo y lo nuevo forman la trama y urdimbre de cada momento. No hay hilo que no sea un jirón extraído de estas dos hebras. Por necesidad, propensión o placer, todos citamos, y no sólo libros y proverbios, sino también artes, ciencias, religión, costumbres y leyes. Incluso citamos templos y casas, mesas y sillas por imitación. El encargado de la oficina de patentes sabe que todas las máquinas en uso se han inventado y reinventado una y otra vez; que la brújula del marinero, el barco, el péndulo, la lupa, los tipos movibles de imprenta, el caleidoscopio, el ferrocarril, el telar mecánico y otros inventos han sido muchas veces encontrados y perdido, desde China y Egipto hasta Pompeya; que si tenemos técnicas que Roma habría querido, también Roma tuvo algunas que hemos perdido; que el viejo invento de hacer la madera indestructible a través de vapor de aceite de carbón o parafina fue sugerido por el método egipcio que ha preservado ataúdes de momias durante cuatro mil años.
La más alta afirmación de nueva filosofía se cubre complacientemente a sí misma con alguna máxima profética de una antigua escuela. Hay algo mortificador en este círculo perpetuo. Esta economía extrema implica un capital de invención muy reducido. La corriente del afecto fluye amplia y caudalosa, la actividad práctica es un río de suministro; pero la falta de determinación revela la penuria de intelecto. ¡Qué pocos pensamientos! En cien años, millones de hombres, y ni siquiera cien versos poéticos, ni una sola teoría filosófica que ofrezca solución a los grandes problemas, ni una sola propuesta de educación que satisfaga todas las condiciones. En este retraso y falta de pensamiento debemos hacer las mejores correcciones que podamos buscando la sabiduría de otros para llenar los espacios vacíos en el tiempo.
Si nos circunscribimos a la literatura, se ve fácilmente que la deuda con el pensamiento pasado es inmensa. Nada escapa a él. Los originales carecen de originalidad. Hay imitación, modelo y sugestión; incluso en los mismos arcángeles, si conociéramos su historia. El primer libro domina tiránicamente sobre el segundo. Léase a Tasso, y se pensará en Virgilio; léase a Virgilio, y se pensará en Homero. Y Milton obliga a meditar en cuán estrechos son los límites de la invención humana, el “Paraíso perdido” no habría existido de no ser por estos precursores. Si encontramos en la India o en Arabia un libro fuera de nuestro horizonte de pensamiento y tradición, se nos enseña inmediatamente, a través de nuevas investigaciones hechas en el país de donde proviene, a descubrir sus predecesores y su conexión latente –pero real– con nuestras propias Biblias.
Léase a Platón, y se encontrarán dogmas cristianos; y no sólo eso, sino que se tropezará con nuestras frases evangélicas. Hegel preexiste en Proclo, y mucho antes en Heráclito y Parménides. Quien conozca a Plutarco, Luciano, Rabelais, Montaigne y Bayle, tendrá una clave para muchas supuestas originalidades. Rabelais es la fuente de una buena cantidad de proverbios, historias y chistes, derivados de él a todas las lenguas modernas. Si conociéramos sus lecturas, podríamos ver el arroyo del que procede su caudal. Swedenborg, Behmen y Spinoza parecerán originales a personas ignorantes y sin ingenio; su originalidad desaparecerá para quienes sean cultivados o buenos observadores, pues los eruditos reconocerán la reaparición de sus dogmas en hombres de elevación intelectual equivalente a través de la historia. Alberto Magno, “el doctor universal”, san Buenaventura, “el doctor seráfico”, y Tomás de Aquino, “el doctor angélico”, del siglo XIII, cuyos libros conforman prácticamente toda la cultura de la época, fueron absorbidos por Dante, quien sobrevive para nosotros. Renard the Fox (“Renard, el zorro”), un poema alemán del siglo XIII, fue considerado por mucho tiempo una obra auténtica, hasta que Grimm encontró fragmentos de otro original del siglo anterior. M. Le Grand mostró que en los antiguos fabliaux estaban las fuentes de los cuentos de Molière, La Fontaine, Boccaccio y Voltaire.
La mitología es una obra anónima. Pero lo que cada día notamos en relación con los dichos o agudezas que circulan en la sociedad –que cada relator mejora una historia al repetirla, hasta que, al final, del más delgado filamento de hechos se construye una buena fábula–, este mismo incremento ocurre con la mitología: la leyenda salta del creyente al poeta, del poeta al creyente, cada uno añadiendo algún encanto, creando algún defecto o redondeando la forma, hasta que se vuelve una verdad ideal.
La literatura religiosa y los salmos y liturgias de las iglesias pertenecen, por supuesto, a este lento proceso de crecimiento; un conjunto de elecciones reunidas a través de los tiempos, abandonando lo peor y rescatando lo mejor, hasta que se convierte finalmente en una obra de toda la comunidad de creyentes. La Biblia misma es una antigua Cremona; ha sido explotada por la devoción de miles de años, hasta que cada palabra y partícula se ha hecho pública y adaptable. Y cualquier reverencia inmerecida que reclame para sí la inspiración de Filón, es probable que sea desecha por la fuerte tendencia que estamos describiendo. Lo que los religiosos habían asumido como las revelaciones distintivas del Cristianismo, lo encontró la crítica teológica en los estoicos y los poetas griegos y romanos, como paralelismos exactos. Posteriormente, cuando Confucio y las escrituras de la India se dieron a conocer, ya no se podía pensar en ningún intento de presentarse como el monopolio de la sabiduría ética. Y los sorprendentes resultados de las nuevas investigaciones respecto a la historia de Egipto nos han mostrado la profunda deuda de las iglesias de Roma e Inglaterra hacia la hierología egipcia.
Tomar prestado es con frecuencia lo suficientemente honesto, y proviene de la magnanimidad y la firmeza. Un gran hombre cita sin temor y no recurrirá a su propia invención cuando la memoria le proporciona una palabra igualmente buena. Lo que cita, lo siente con su misma voz y humor, toda la enciclopedia de su conversación habitual es realmente percibida como de su propiedad. Hace treinta años, cuando en el bar o en el senado Mr. Webster llenaba los ojos y las mentes de los jóvenes, se podía oír frecuentemente tres reglas citadas como suyas: la primera, nunca hacer hoy lo que se puede dejar para mañana; la segunda, nunca hacer algo que otro puede hacer por uno mismo; y la tercera, nunca pagar al día una deuda. Pues bien, no son menos malas por ya haber sido dichas por Sheridan, la generación pasada; y nos damos cuenta en las Memoires (“Memorias”) de Grimm de que Sheridan las sacó del ingenioso D’Argenson, quien, sin duda, si pudiéramos consultarlo, podría decirnos de quién las escuchó por primera vez. Acerca de nuestro dicho “él sabe de política, griego, historia y ciencia; si supiera un poco de leyes, sabría un poco de todo”, se puede encontrar el original en un chiste de Grimm, quien dice que Luis XVI, al salir de la capilla después de oír el sermón del Abad Maury, dijo: "Si l'Abbé nous avait parlé un peu de religion, il nous aurait parlé de tout" (“Si el abad nos hubiera hablado un poco de religión, nos habría hablado de todo”). Una broma que anduvo por todos los periódicos hace algunos años, que tachaba las excentricidades de una línea familiar de gente dotada en New England, no es más que un robo del dicho de Lady Mary Wortley Montagu de hace cien años, que decía que “el mundo está hecho de hombres, mujeres y Herveys”.
Muchos de los proverbios históricos son de dudosa paternidad. El huevo de Colón lo reclama Brunelleschi como suyo. Las últimas palabras de Rabelais, “voy a ver el gran Quizás” (le grand Peut- être), no hacen más que repetir el “Si” inscrito en el portal del templo de Delfos. La frase favorita de Goethe, “el secreto abierto”, traduce la respuesta de Aristóteles a Alejandro: “estos libros están publicados y no publicados”. La frase de Madame de Stael, “la arquitectura es música congelada”, está sacada de “la música torpe” de Goethe, que es la regla de Vitruvio, según la cual “el arquitecto debe ser entendido no sólo en dibujo, sino también en música. El héroe de Wordsworth que actúa “según el plan que deleitó a su pensamiento infantil” viene de Shiller y su frase “dile que reverencie los sueños de su juventud”; y antes, de lo que dijo Bacon: “Consilia juventutis plus divinitatis habent” (“Los pensamientos de juventud tienen más de divinidad”).
En la literatura romántica los ejemplos de esto abundan. El último verso de la vieja balada escocesa The drowned lovers (“Los amantes ahogados”),
“Tú resuenas con gran estrépito, agua de Clyde, tus corrientes son más que fuertes;
ahógame cuando regrese,
pero sálvame cuando vaya.”
es una traducción del epigrama de Marcial acerca de Hero y Leandro, donde la súplica de Leandro es la misma:
“Parcite, dum propero; mergite, dum rodeo". (“Preservadme mientras voy, ahogadme cuando vuelva”)
Hafiz enriqueció a Burns con la canción de John Barleycorn, y a Moore con el original del fragmento,
“Cuando en la muerte me postre, calmado,
oh, entrégale mi corazón a mi amada”
Hay muchas fábulas de las cuales, al encontrarse en todos los idiomas y no tener señal de haber sido prestadas, se dice que le son agradables a la mente humana, como The seven sleepers (“Los siete durmientes de Éfeso”), Gyges's Ring (“El anillo de Giges”) The Travelling Cloak (“La alfombra voladora”), The Wandering Jew (“El judío errante”), The Pied Piper (“El flautista de Hamelín”), Jack and his Beanstalk (“Juanito y las habichuelas mágicas”), The Lady Diving in the Lake and Rising in the Cave (“La mujer que se sumergía en el lago y salía de la cueva”), cuya omnipresencia sólo indica la facilidad con que una buena historia cruza toda frontera. El popular incidente del Barón Munchausen, que se colgó su collar junto a la chimenea y la música congelada se derritió, puede encontrarse en Grecia en los tiempos de Platón; Antífanes, un amigo de Platón, comparó burlescamente sus escritos con una ciudad donde las palabras se congelaban en el aire tan pronto como eran pronunciadas y, al verano siguiente, cuando el sol las calentaba y las derretía, la gente oía lo que se había dicho en el invierno. No fue sino hasta este siglo que Inglaterra y América descubrieron que sus cuentos para niños eran viejas historias alemanas y escandinavas; y ahora parece que provienen de la India y son propiedad de todas las naciones descendientes de la raza aria, y se han cantado y balbuceado entre nodrizas y niños durante quién sabe cuántos miles de años.
Si observamos la tenacidad con la que las naciones se aferran a sus primeros tipos de indumentaria, arquitectura, herramientas y métodos de cultivo, y decoración; si averiguamos qué tan antiguos son los diseños de nuestros chales, los capiteles de nuestras columnas, las grecas, los astrágalos y otros ornamentos de nuestras paredes, la manera de alternar capullos de loto y pecíolos de hoja en nuestras rejas de hierro; tendremos entonces en buena estima a los primeros hombres, o en mala a los últimos.
¿Tendremos que decir ahora que sólo los primeros hombres estaban bien en vida y que la generación actual está discapacitada y degenerada? ¿Es que toda la literatura es una copia indiscreta; y todo el arte, imitación de lo chino? ¿Nuestra vida una costumbre, y nuestro cuerpo algo que se tomó prestado, como la cena de un limosnero, de cientos de caridades? Una crítica más sutil y severa podría sugerir que ha sufrido la especie humana algún tipo de dislocación, que multitudes de hombres no viven conforme a la naturaleza, sino que la contemplan como exiliados. La gente sale a mirar los amaneceres y las puestas de sol sin reconocer tranquila y felizmente esto como suyo, sino sabiendo que les es ajeno. Tal como lo hacen con los libros, citan el atardecer y la estrella, y no los hacen de su propiedad. Peor aun, viven como extranjeros en el mundo de la verdad, citan pensamientos y, así, dejan de ser sus dueños. Citar denota inferioridad. Al abrir un nuevo libro descubrimos con frecuencia, a través de la devoción manifiesta con la que el escritor pone su epígrafe o texto, todo lo que podemos esperar de él. Si Lord Bacon aparece en el prefacio, voy y leo la Instauratio Magna en lugar del nuevo libro.
El perjuicio es rápidamente castigado en general y en particular. La imitación bien hecha es algo vacío. En toda clase de parásito, cuando la naturaleza ha acabado con un áfido, un teredo o un murciélago –seres con un excelente tubo de succión para perforar a otro animal– o un muérdago o cuscuta entre las plantas, los órganos de autoabastecimiento se marchitan y decaen, pues ya son superfluos. Como prudencia común, existe un límite inmediato para el arte cuando se trata de apoyarse en un original. En la literatura, la citación es buena sólo cuando el autor que sigo va por mi camino y, mejor posicionado que yo, me da un empujón, según se dice; pero, si me gusta la cómoda carroza tanto como para salirme de mi camino, mejor habría sido que hubiera ido a pie.
Pero es preciso recordar que hay ciertas consideraciones mediante las cuales se puede calificar un reproche como demasiado duro. Este vasto endeudamiento mental tiene todas las variantes que tiene la deuda económica, todas las variantes del mérito. El capitalista de estos dos géneros tiene tanta sed de prestar como un consumidor de que le presten; la transacción no indica más pobreza intelectual de lo que el simple hecho de deber implica bancarrota. Por el contrario, la mayor parte de los casos, por mucho, es honorable para ambos. ¿Acaso no podemos en la literatura ayudarnos discretamente mediante la fuerza de dos individuos? ¡Sin duda, sólo se necesitan dos personas con buena disposición y temperamento para la cooperación para realizar algo que por mucho trascienda cualquier empresa privada! ¿Habremos de conversar como espías? Sólo el hecho de que nos abstengamos de repetir y darle el crédito necesario a la buena observación de nuestro amigo es un hurto. Todo hombre de pensamiento está rodeado de otros más sabios que él, o que al menos escriben igual de bien. ¿Acaso no pueden complementarse entre sí? ¿No pueden hundir sus celos en el amor de Dios y llamar a su poema Beaumont y Fletcher, o la Falange de Tebas? Durante nueve días o nueve años la ciudad establecerá diferencias y siniestras comparaciones; hay un público nuevo y excelente que alabará a los dos amigos. Pero no, es un fruto inevitable de nuestra naturaleza social: el niño cita a su padre; el hombre, a su amigo. Cada uno es un héroe y un oráculo para algún otro, para el que cualquier cosa que diga aquél tiene un valor reforzado. Cualquier cosa que pensemos o digamos es maravillosamente mejor para nuestros espíritus y nuestra confianza si sale de la boca de alguien más. Nadie más eminente ni más sabio que aquél que conoce mentes cuya opinión confirma o ratifica la suya. Y hombres de un genio extraordinario adquieren un ascendente casi absoluto sobre sus compañeros más cercanos. El Comte de Crillon le dijo un día a M. d’Allonville, con una vivacidad francesa: “si el universo y yo tuviéramos la misma opinión y M. Necker expresara una contraria, estaría al instante convencido de que el universo y yo estamos equivocados”.
El poder creador está usualmente acompañado de un poder de asimilación, y apreciamos en Coleridge su gran conocimiento y citas, tal vez tanto –posiblemente más– como sus sugerencias originales. Si un autor nos da distinciones justas, lecciones inspiradoras o poesía imaginativa, no nos importa mucho de quién son. Si nos estimulan y nos guían, lo reconocemos como un benefactor y volveremos a él mientras nos siga ayudando. Tal vez queramos saber qué es lo que le corresponde a Platón, Montesquieu o Goethe, y qué pensamiento le fue siempre querido al escritor mismo, pero el valor de las frases radica en su resplandor e igual fuerza para cualquier intelecto; se ajustan a la maravilla con todos nuestros hechos. Nos respetamos en la medida en que las conocemos.
Junto al creador de una buena frase está el primero que la cita. Muchos leerán el libro antes que a alguien se le ocurra citar un pasaje suyo. Y tan pronto como lo hace, el fragmento se cita por todas partes. Así, hay modos admirables de tomar prestado. El genio lo hace noblemente. Cuando a Shakespeare se le imputan deudas con otros autores, Landor replica: “y aun así, es más original que sus fuentes. Respiró sobre cuerpos muertos y los trajo a la vida”. Y debemos agradecerle a Karl Ottfried Muller por esta justa observación: “la poesía, al incluir dentro de su perímetro todo lo que es glorioso e inspirador, tuvo poco cuidado de averiguar de dónde surgieron originalmente las flores”. Así, Voltaire usualmente imitaba, pero con tal superioridad que Debuc afirmó: “él es como el falso Anfitrión; a pesar de ser el invitado, siempre es él quien aparenta ser el dueño de la casa”. Wordsworth, apenas escuchaba algo bueno, lo tomaba, meditaba en ello y rápidamente lo reproducía en su conversación y su escritura. Si De Quincey decía “eso fue lo que te dije”, él contestaba “no, es mío. Mío y no tuyo”. En general, nos gusta la valentía de esto. Está en el principio de Marmontel, “me lanzo sobre lo que es mío, dondequiera que lo encuentro”; y en la regla –más general– de Bacon, “considero todo el conocimiento como mi provincia”. Esto demuestra la conciencia de que la verdad no es propiedad de ningún individuo, sino que es tesoro de todos los hombres. Y en la medida en que un escritor se ha elevado a una visión precisa de la condición del hombre, ha adoptado este tono. En la medida en que el objetivo del receptor sea la vida y no la literatura, le será indiferente la fuente. Mientras más noble sea la verdad o el sentimiento, menos importa la cuestión de la autoría. Al mero buscador nunca le preocupa de quién derivó tal o cual sentimiento. Cualquiera que nos exprese un pensamiento justo hace que parezcan ridículos los esfuerzos del crítico por explicarle dónde se ha dicho antes tal palabra. No es mejor por haberlo dicho Platón que por que lo haya dicho yo. La verdad siempre está presente: sólo se necesita levantar los párpados de acero de ojo mental para leer sus oráculos. Pero en el momento en que se pretende producir, el fraude se hace evidente. De hecho, es tan difícil apropiarse los pensamientos de otros como inventar. Siempre, alguna transición abrupta, alguna alteración repentina de temperatura o de punto de vista, pone en evidencia la interpolación ajena.
Hay también un encanto nuevo en la clase de trabajos intelectuales que, a lo largo del tiempo, han tenido una multitud de autores y perfeccionadores. Admiramos la poesía que ningún hombre escribió –ningún otro poeta sino genio mismo de la humanidad–, que puede leerse en la mitología, en el efecto de un estilo fijo o nacional de pinturas, en esculturas, en el drama, en las ciudades o en las ciencias, en nosotros. Un poema así es lenguaje. En cada palabra de él, el lenguaje se ha usado felizmente en algún momento. El oído, arrobado por esa felicidad, lo retiene y, así, se usa una y otra vez, como si el encanto le perteneciera a la palabra y no a la vitalidad de pensamiento que la reforzó. Estos usos profanos, por supuesto, lo matan y comienza a ser evitado. Pero un ingenio ágil puede infundirle fuerza en cualquier momento y se vuelve a poner de moda. Así, la gente cita de muy diversa manera: uno encuentra sólo lo llamativo o lo popular; otro, la esencia del autor, la síntesis de su hora más selecta y feliz; y el lector a veces le da más a la cita de lo que le debe. La mayor parte de las citas clásicas que se escuchan o se leen en las actuales publicaciones periódicas o en los discursos no se extrajeron de los originales, sino de previas citas de libros en inglés, y se puede determinar fácilmente, a partir del uso y la relevancia de la frase, si no se ha empleado muchas veces con anterioridad, si la joya salió de la mina o de una subasta. Del genio de un escritor, podemos saber tanto a partir de lo que elige como de lo que genera. Leemos la cita con sus ojos y le encontramos un sentido nuevo y ardiente. Como dicen los periódicos, “las cursivas son nuestras”. El provecho de los libros depende de la sensibilidad del lector. El más profundo pensamiento, o pasión, duerme como en una mina, hasta que una mente y un corazón afines a él lo encuentran y lo publican. Los personajes de Shakespeare que más valoramos no fueron citados sino hasta este siglo, incluso la prosa de Milton y la de Burke alcanzaron mayor fama en él. Todos, también, recuerdan a sus amigos por su poema favorito u otra lectura.
Nótese, igualmente, que un escritor aparece más aventajado en las páginas de otro libro que en las suyas. En sus libros, pasa por candidato a la aprobación del lector; en los de otros, es una autoridad.
De este modo, los pensamientos de alguien más tienen cierta ventaja con nosotros simplemente porque son de otro. Hay cierta ilusión en una frase nueva. Un hombre le oye una buena sentencia a Swedenborg y se maravilla de su sabiduría, y está realmente contento de tener algo tan bueno. Tradúzcanse estas nuevas palabras a su lenguaje corriente y se sorprenderá otra vez de su simplicidad; tales engaños nos juegan las palabras admirables.
Es curioso el nuevo interés que adquiere un viejo autor por su canonización oficial en Tiraboschi, Dr. Johnson, Von Hammes-Purgstall o Hallam, u otro historiador de la literatura. El registro de su libro o la cita de algún pasaje conlleva el valor sentimental de un diploma universitario. Si bien nunca penetrante, Hallam es una mente bien dotada, capaz de apreciar la poesía, pero si ésta es profunda, está siempre ciego y sordo para las almas imaginativas y amantes de la analogía, como los platónicos, Giordano Bruno, Donne, Herbert, Crashaw o Vaughan. Y si Hallam cita un pasaje de Bacon o Sidney, o si enaltece un poema de Edwards o Vaux, inmediatamente se nos entregan como si hubieran recibido la corona ístmica.
Es una práctica común de escritores brillantes, y también de conversadores ingeniosos, el recurso de achacarle las propias frases a alguna persona imaginaria para darles peso, como lo han hecho Cicerón, Cowley, Swift, Landor y Carlyle. El cardenal de Retz, en un momento crítico en el parlamento de París, se describió a sí mismo mediante una frase latina improvisada, que supuestamente citaba de algún autor clásico y que pronunció admirablemente bien. Un efecto-reflejo curioso de este reforzamiento de una idea, realizado mediante el acto de citarla de alguien más, es el hecho de que muchos hombres puedan escribir mejor bajo una máscara que como ellos mismos, como Chatterton en los romances arcaicos, Le Sage disfrazado de español, Macpherson como “Ossian” y –no lo dudo– muchos abogados jóvenes en los tribunales de Londres, que tienen gran éxito para el Times, pero nunca trabajan igual a su nombre. Ésta es una especie de talento dramático; pues no es raro encontrar grandes poderes de recitación sin la más mínima elocuencia original, o personas que copian dibujos con una habilidad admirable pero que no son capaces de crear algún diseño suyo.
En momentos de intensa actividad mental, a veces le hacemos demasiado honor al libro y leemos mejores cosas que las que escribió el autor, leyendo –según se dice– entre líneas. Todos hemos tenido la misma experiencia en una conversación: el ingenio estaba en lo que oímos, no en lo que se dijo. Nuestra mejor idea provino de los demás. Percibimos en sus palabras un sentido más profundo que el que les inyectaron, y podemos expresarnos mediante las frases de otros con un designio más alto de lo que imaginaban. En el Diario de Moore, se dice que Mr. Hallam trajo a colación a un amigo suyo que había dicho: “No sé cómo ocurre, algo que dicho por mí no tiene ningún éxito es una broma excelente cuando Sheridan le ha dado un retoque. Nunca me gustan mis propios dichos hasta que él los adopta”. Dumont se sorprendía de ser usado por Mirabeu, Bentham y sir Philip Francis, quien, a su vez, no era mejor que su propio “Junius”. Y James Hogg –salvo en sus poemas Kilmeney y The witch of fife– es un autor de segunda, que le debe su fama a su efigie magnificada a través de la lente de John Wilson; quien, a su vez, escribe mejor bajo la máscara de de “Christopher North” que con sus propia ropa. La teoría atrevida de Delia Bacon, que las obras de Shakespeare fueron escritas por una sociedad de gente ingeniosa –Sir Walter Raleigh, Lord Bacon y otros en torno al conde de Southampton–, tenía completamente para ella el encanto del significado superior que éstas adquirirían al ser leídas bajo esta luz: esta idea de la autoría que controla nuestra apreciación de las obras mismas. Alguna vez conocimos a un hombre sobreexcitado ante el anuncio de su panfleto en un periódico líder. ¡Con qué impulso voló su imaginación! ¿Quién lo podría haber escrito? ¿Habría sido el coronel Carbine, o el senador Tonitrus, o al menos el profesor Maximilian? Sí, podía detectar en el estilo esa hábil mano romana. ¡Y en qué grado parecía la mismísima voz del refinado y exigente público, invitando al mérito finalmente a aceptar la fama, y subir y tomar su lugar en las sillas reservadas y auténticas! Llevó el periódico con premura a la comprensiva prima Matilda, que está tan orgullosa de todo lo que hacemos. ¡Pero qué consternación cuando la afable Matilda, deleitada con el deleite de él, confesó que ella había escrito la crítica y la había llevado con sus propias manos a la oficina de correos! “Señor Wordsworth”, dijo Charles Lamb, “permítame presentarle a mi único admirador”.
Swedenborg dio al mundo una teoría formidable, que cada alma existió en una sociedad de almas, la cual le heredó todos sus pensamientos a cada alma. Y se percató de que, cuando estaba acostado en su cama –durmiendo y despertando alternadamente–, estaba rodeado de personas que discutían y ofrecían opiniones a favor y en contra de una idea; y de que, ya despierto, las mismas sugerencias a favor y en contra surgían como sus propios pensamientos. Al dormir otra vez, vio y escuchó a los hablantes como antes, y comenzó a ocurrirle cada vez que dormía y se despertaba. Y, si expandimos la imagen, ¿acaso no parece que todos los hombres estuviéramos pensando y hablando desde una antigüedad inmensa, como si permaneciéramos, no en un grupo de apuntadores que llenan una sala de estar, sino en un círculo de inteligencias que llegara a todos los pensadores, poetas, inventores, e ingenios, sea de hombres o mujeres, ingleses, alemanes, celtas, arios, ninivitas o coptos; hasta el primer negro, que, con más salud o mejor percepción, le dio un sonido estridente o un nombre a aquello que veía y con lo que vivía? Nuestros benefactores son tantos como los niños que inventaron el habla, palabra por palabra. El idioma es una ciudad, para la construcción de la cual cada ser humano aportó una piedra; y sin embargo, no debe dársele más crédito respecto al gran resultado del que se le otorga al acalefo que añade una célula al arrecife de coral que es la base del continente.
Heráclito: todas las cosas están en flujo. Es inevitable estar endeudado con el pasado. Nos alimentamos y nos formamos a través de él. El bosque viejo se descompone para componer el nuevo. Los animales antiguos han dado sus cuerpos a la tierra para constituir químicamente la raza naciente, y cada individuo no es más que una fijación momentánea de algo que ayer fue de otro, hoy es suya y mañana será de un tercero. Así ocurre en el pensamiento, nuestro conocimiento es el conjunto de ideas y experiencias de mentes innumerables; nuestro idioma, nuestra ciencia, nuestra religión, nuestras opiniones y nuestras fantasías nos fueron heredados. Nuestro país, costumbres y leyes, nuestras ambiciones y nociones de lo adecuado y lo justo; nada de esto lo hicimos nosotros. Lo encontramos ya hecho y no hacemos más que citarlo. Goethe dijo francamente: “¿Qué quedaría de mí si este arte de apropiación fuera algo peyorativo para el genio? Cada uno de mis escritos me ha sido proporcionado por mil personas diferentes, mil cosas. Tanto el sabio como el necio me han traído, sin sospecharlo, el regalo de sus pensamientos, facultades y experiencia. Mi trabajo es una suma de seres tomados de la totalidad de la naturaleza; lleva el nombre de Goethe.”
Pero permanece la persistencia inquebrantable del individuo en ser sí mismo. Una hoja, una brizna, un cenit, no se parece a otro. Cada mente es diferente, y mientras más desarrollada esté, más fuerte es la diferencia. Cada mente debe conducir los elementos hacia dentro de sí como alimento, y si es granito o sílex, los preferirá en su mano cocidos por el sol y la lluvia, por el tiempo y el arte; pero, aunque han sido recibidos, estos elementos pasan a conformar la sustancia de su constitución, son asimilados y tienden siempre a formar, no un partidario, sino un poseedor de la verdad. Ante todo lo que se pueda decir acerca de la preponderancia del pasado, la sola palabra genio es respuesta suficiente. Lo divino reside en lo nuevo. Lo divino nunca cita, sino sólo es, y crea. El miedo profundo del presente es el genio, que hace que el pasado se olvide. El genio cree en sus más débiles presentimientos contra el testimonio de toda la historia, pues sabe que los hechos no son definitivos, que un estado mental es el ancestro de cualquier cosa. ¿Y qué es la originalidad? Es ser, ser uno mismo y comunicar de manera precisa lo que vemos y lo que somos. Genialidad es, en primera instancia, sensibilidad, la capacidad de recibir impresiones exactas del mundo exterior, y el poder de coordinarlas según las leyes del pensamiento. Implica voluntad, o fuerza original, para su correcta distribución y expresión. Si a esto se le añade el sentimiento de piedad, si el pensador tiene la impresión de que su pensamiento más estrictamente suyo no le pertenece y reconoce la sugerencia perpetua del Supremo Intelecto, los más viejos pensamientos se hacen nuevos y fértiles mientras los comunica.
Los originales jamás pierden su valor. Hay siempre en ellos un estilo y un peso discursivo, que la inmanencia del oráculo les otorgó y que no pueden ser falsificados. De ahí la permanencia de los mejores poetas. Platón, Cicerón y Plutarco citan a los poetas del mismo modo en que las Escrituras son citadas en nuestras iglesias. Se aduce una frase o una sola palabra, con énfasis honorario, de Píndaro, Hesíodo o Eurípides, como si se excluyera cualquier argumento, porque fue así como dijeron; en lo cual importa el hecho de que el vate pronunció, no sus palabras, sino las de algún dios. Shakespeare, Milton y Wordsworth estaban muy concientes de sus responsabilidades.. Cuando un hombre piensa felizmente, no encuentra huella en el campo por donde pasa. Todo pensamiento espontáneo es irrespetuoso ante todo lo demás. Píndaro utiliza esta altiva resistencia, como si fuera imposible encontrar sus fuentes: “Hay muchas rápidas flechas en mi carcaj, que tienen voz para todos aquello con entendimiento, pero para la multitud necesitan intérpretes. Está dotado de genio aquél que conoce bastante por su propio talento natural”.
Nuestro placer al ver a cada mente abordar el tema al cual con justicia tiene derecho es visto en una mera idoneidad del tiempo. El que llega en segundo lugar debe forzosamente citar al que ha llegado primero. Los primeros que describieron la vida salvaje, como la relación del capitán Cook de las Islas de la Sociedad, o los viajes de Alexander Henry entre nuestras tribus de la India, tienen el encanto de la verdad y el justo punto de vista. Los marineros experimentados y los inexpertos, recién llegados de los países más civilizados, con verdadera expectación y aun así sin sentimentalismos acerca de la vida salvaje, saludablemente reciben y hacen informes de lo que vieron –viendo lo que debían ver, sin poderlo elegir–; y ningún hombre sospecha el gran mérito de su descripción hasta que Chateaubriand, Moore, Campbell o Byron llegan y mezclan tanto artificio con sus retratos, que la ventaja incomparable de las primeras narraciones aparece. Por la misma razón nos desagrada que un poeta escoja un tema antiguo o lejano como su musa, como si confesara su falta de profundidad. Las mejores obras tienen que ver siempre con lo más cercano. Podemos pasarlo por alto sólo como los atrevimientos de un poder demasiado prodigioso, cuando la vida de un genio está tan cargada que, como si saliese de la petulancia, lanza su fuego sobre una momia vieja; y he aquí que camina y se sonroja una vez más, aquí en la calle.
No podemos exagerar nuestra deuda con el pasado, pero el momento tiene llamado supremo. El pasado es para nosotros, pero los mismos términos bajo los cuales puede convertirse nuestro consisten en su subordinación al presente. Sólo un inventor sabe tomar prestado, y cada hombre es –o debería ser– inventor. No debemos forzar el movimiento orgánico del alma. Es una certeza que el pensamiento tiene su propio movimiento y las pistas que surgen de él, las palabras que sin esperarlo alcanza a oír la mente libre, son dignas de confianza y fértiles cuando son obedecidas y no degradadas por un asunto bajo y egoísta. Esta vasta memoria no es más que materia prima. El don divino es siempre la vida inmediata, que recibe y usa y crea, y bien puede enterrar lo viejo en la omnipotencia con la cual la naturaleza descompone toda la cosecha para su recomposición.

viernes, 27 de marzo de 2009

Un ensayo de Montaigne: Par divers moyens on arrive à pareiile fin


Hay algo que, después de leer a Montaigne, me quedó fijo en la memoria: la cohesión que logra mantener al abordar un tema, paradójicamente a través de una gran cantidad de datos y ejemplos que parecen conducir a otros temas. Casualmente, después de leer este ensayo y algunos otros de Montaigne, un buen amigo me recomendó Quotation and Originality de Emerson, y me sorprendió ver la diferencia en la forma de tratar la temática de un ensayo. Se diría, en términos geométricos, que los ensayos de Montaigne son como estrellas, mientras que éste en particular de Emerson es un círculo; aquéllos se aventuran transversalmente a la periferia y sin perder conciencia del centro se alejan de él y tocan nuevas regiones, éste procede por exhastustividad a lo largo y ancho de la superficie, hasta que logra abarcarla por completo.
Presento mi versión del ensayo de Montaigne Par divers moyens on arrive à pareiile fin, que es el capítulo I del libro I y cuyo original en francés puede encontrarse en esta dirección. Por razones de espacio, no la incluyo y pongo solamente mi traducción al español.


Por distintos medios se llega a resultado similar

Michel de Montaigne


Trad. de Joaquín Rodríguez Beltrán


La manera más común de ablandar los corazones de los que hemos ofendido, cuando, la venganza a la mano, nos tienen a su merced, es conmoverlos a la conmiseración y la piedad mediante la sumisión. Sin embargo, el coraje, la constancia y la resolución, medios del todo contrarios, algunas veces han llevado al mismo resultado.

Eduardo, príncipe de Gales, aquél que gobernó durante tanto tiempo nuestra Guyana, personaje cuya condición y fortuna tienen tantos fragmentos notables de grandeza, habiendo sido seriamente ofendido por los lemosines, al tomar su ciudad por la fuerza no se detuvo ante los gritos del pueblo, de mujeres y niños abandonados en la masacre, que le suplicaban piedad y se arrojaban a sus pies; hasta que, al penetrar en la ciudad, vio a tres caballeros franceses que con una valentía increíble parecían resistir ellos solos a los esfuerzos del ejército ya victorioso del príncipe. La consideración y el respeto a una virtud tan notable debilitaron primero el aguijón de su cólera, y así comenzó a causa de estos tres caballeros a tenerles misericordia a todos los otros habitantes de la ciudad.

Cuando Scanderberg, príncipe del Epiro, seguía a uno de sus soldados para matarlo, este último, después de haber intentado apaciguarlo mediante toda clase de rebajamientos y súplicas, se decidió como último recurso a esperarlo con la espada empuñada. Esta resolución por su parte frenó en seco la furia de su amo, el cual, por haberlo visto tomar una decisión tan honorable, le concedió su gracia. Este ejemplo podrá ser interpretado de otra manera por quienes no hayan leído acerca de la prodigiosa fuerza y valor de tal príncipe.

El emperador Conrado III, mientras asediaba a Guelfo, duque de Baviera, no quiso condescender a las más dulces condiciones –algunas viles y cobardes satisfacciones que le ofrecían–, sino permitiéndoles únicamente a las mujeres nobles que estaban sitiadas junto con el duque que salieran a pie, su honor a salvo, con lo que pudieran llevar sobre sí mismas. Ellas, de un corazón magnánimo, tuvieron la idea de cargar sobre sus espaldas a sus maridos, a sus niños y al duque mismo. Le dio al emperador tanto placer ver la nobleza de su coraje, que lloró de gusto y mitigó toda esa agria enemistad mortal y capital que lo había empujado contra el duque, y a partir de ese momento lo trató humanamente, a él y a los suyos.

El uno y el otro de estos dos medios me arrebatarían fácilmente, pues tengo una maravillosa inclinación a la misericordia y la mansedumbre. A tal grado que, en mi opinión, me entregaría con mayor facilidad a la compasión que a la estima. Y sin embargo, es la piedad una pasión viciosa para los estoicos, los cuales proponen que se socorra a los afligidos, pero que no se padezca o sufra con ellos. De cualquier modo, estos ejemplos me parecen más pertinentes. Tanto más cuanto que vemos cómo almas asaltadas y puestas a prueba por estos dos medios o bien se mantienen sin doblegarse o bien se dejan vencer.

Se puede decir que abrir el corazón a la conmiseración es el efecto de la facilidad, la bondad excesiva y la blandura, de lo cual se desprende que las naturalezas más débiles, como las de las mujeres, los niños y el vulgo, son más propensas a tal sentimiento. Y por otro lado, cuando se desprecian las lágrimas y los ruegos, y se cede sólo ante la sagrada imagen de la virtud varonil, lo cual es propio de un alma fuerte e inquebrantable, se tiene en el honor y en la afección un vigor viril y obstinado. No obstante, en las almas menos generosas, la sorpresa y la admiración pueden provocar un efecto parecido. Como prueba está el pueblo de Tebas, que, luego de imponerles la pena capital a sus capitanes por haber continuado con su cargo por más tiempo del que se les había prescrito y ordenado, exoneró de todo castigo a Pelópidas, que abrumado bajo el peso de tales acusaciones no hacía sino pedir y suplicar para protegerse; y por el contrario, frente a Epaminondas, que había llegado contando de manera grandilocuente sus hazañas, echándoselas en cara al pueblo orgullosa y arrogantemente, la asamblea no sometió siquiera el asunto a votación y desistió de la acusación, alabando enormemente mientras se dispersaba la bravura de este personaje.

Dionisio el viejo, después de dificultades extremas y prolongadas, una vez que hubo tomado la ciudad de Regio y capturado en ésta al capitán Fitón, gran hombre de bien que la había defendido tan tenazmente, quiso sacar de ello ocasión para vengarse trágicamente de él. Le dijo primeramente que el día anterior había hecho que se ahogaran su hijo y toda su familia, a lo cual Fitón respondió solamente que habían llegado a la felicidad un día antes que él. Después, mandó que lo desvistieran, lo entregaran a los verdugos y lo arrastraran por la ciudad mientras lo azotaban cruel e ignominiosamente, increpándolo además con insultos y ofensas. Pero él mantuvo el temple siempre constante, sin perderse, y con firme talante pregonaba la honorable y gloriosa causa de su muerte, por no haber querido entregar su país a las manos de un tirano, y le anunciaba amenazadoramente un pronto castigo de los dioses. Dionisio, al leer en los ojos de sus soldados que éstos, lejos de animarse contra las fanfarronadas del enemigo vencido, comenzaban a ablandarse por la admiración frente a una virtud tan rara –olvidando a su jefe y el triunfo que había alcanzado– y parecían estar a punto de amotinarse y arrancar a Fitón de las manos de los sargentos, hizo que el martirio cesara y, a escondidas, mandó que lo ahogaran en el mar.

No cabe duda, es el hombre un ser extremadamente vano, diverso y volátil. Difícil es hacer un juicio uniforme y constante acerca de él. Ahí está Pompeyo, que perdonó a todo el pueblo de los mamertinos, con el cual estaba tan ensañado, en consideración de la virtud y la magnanimidad del ciudadano Zenón, que por sí solo cargó con la culpa pública y no requirió más gracia que la de padecer él solo el castigo; y el huésped de Sila, que demostrando en la ciudad de Perusa una virtud similar, no ganó nada con ello, ni para sí ni para los demás.

Y directamente contra mis primeros ejemplos, el más valiente de los hombres y tan humano para los vencidos, Alejandro Magno, cuando vencía después de muchas grandes dificultades la ciudad de Gaza, se encontró con Betis, el dirigente del ejército enemigo, de cuyo valor había escuchado cosas maravillosas durante el sitio; mientras él solo, abandonado por los suyos y despedazadas sus armas, totalmente cubierto de sangre y heridas, combatía aún en medio de numerosos macedonios que lo acosaban de todas partes. Y Alejandro, estimulado por una victoria tan anhelada y difícil, pues tenía entre otros daños dos frescas heridas sobre su persona, le dijo: “No morirás como has querido, Betis. Te es preciso sufrir primero todas las clases de tormentos que se puedan inventar contra un cautivo”. El otro, no sólo con seguridad en el semblante sino también con arrogancia y altanería, se mantuvo callado ante tales amenazas. Entonces, Alejandro, viendo su orgulloso y obstinado silencio, dijo: “¿Ha doblado él alguna rodilla? ¿Se le ha escapado alguna voz suplicante? En verdad que romperé tu silencio, y si no puedo arrancarle palabra alguna, le arrancaré al menos gemidos”. Y convirtiendo su cólera en rabia, ordenó que le perforaran los talones e hizo que, tirado por una carreta, lo arrastraran, desgarraran y desmembraran.

¿Habrá sido que la valentía le era tan familiar como para que, por no admirarla, la respetara menos? ¿O que él la estimaba tan suya que no pudo soportar verla en otro con tal intensidad sin el despecho de una pasión envidiosa? ¿O que el ímpetu natural de su cólera era incapaz de tener oposición?

En verdad, si su ira hubiera sido refrenada en algún momento, es de creerse que habría ocurrido en la toma y desolación de la ciudad de Tebas al ver cómo pasaban por el filo de la espada tantos hombres valerosos y morían sin tener medio de defensa pública; pues más de seis mil fueron asesinados, de los cuales ninguno fue visto huyendo o pidiendo clemencia, sino intentando –por aquí, por allá, por las calles– afrontar a los enemigos victoriosos, provocándolos para poder conseguir una muerte honorable. Ninguno fue visto que, estando repleto de heridas, no tratara todavía de vengarse en su último aliento, o que con las armas de la desesperación no buscara compensar su muerte con la de algún enemigo. Pero no encontró la aflicción de su virtud ninguna piedad y no bastó un día completo para saciar la sed de venganza. Duró esta masacre hasta la última gota de sangre derramable que se encontró y sólo se detuvo ante personas desarmadas, ancianos, mujeres y niños para sacar de ahí treinta mil esclavos.


martes, 24 de marzo de 2009

Un cuento fantástico de un humanista italiano: Poggio Bracciolini


Sin duda, lo que mejor se conoce de Poggio Bracciolini es su intensa búsqueda y rescate de documentos clásicos (le debemos el De rerum natura de Lucrecio). Como escritor, lo más famoso son las facecias, por su Liber Facetiarum. Tengo que admitir que algunas me parecen de excesivo contenido moral, pero es verdad que algunas son muy buenas, sobre todo para quien esté aprendiendo latín y quiera textos pequeños y no muy difíciles. Se puede encontrar el libro completo en esta dirección, que por cierto es una muy buena biblioteca.
Después de leer algunas, me encontré con ésta, cuyo argumento podría ser la base para una narración fantástica difícil de imaginarse como algo escrito por un humanista italiano del siglo XV: Aliud de monstro. Presento después mi propia traducción.

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Aliud de monstro
De Poggio Bracciolini

Aliud insuper constat, allatam esse Ferrariam imaginem marini monstri nuper in littore Dalmatico inventi. Corpore erat humano umbilico tenus, deinceps piscis, ita ut inferior pars quae in piscem desinebat, esset bifurcata. Barba erat profusa, duobus tanquam cornibus super auriculas eminentibus, grossioribus mammis, ore lato, manibus quattuor tantum digitos habentibus, a manibus usque ad ascellam atque ad imum ventrem alae piscium protendebantur, quibus natabat. Captum hoc pacto ferebant. Erant complures foeminae juxta littus lavantes lineos pannos. Ad unam earum accedens piscis, ut aiunt, cibi causa, mulierem manibus apprehendens ad se trahere conatus est: illa reluctans (erat enim aqua modica), magno clamore auxilium caeterarum imploravit. Accurrentibus quinque numero, monstrum (neque enim in aquam regredi poterat) fustibus ac lapidibus perimunt: quod in littus abstractum, haud parvum terrorem aspicientibus praebuit. Erat corporis magnitudo paulo longior ampliorque forma hominis. Hanc ligneam ad nos Ferrariam usque delatam conspexi. Cibi gratia mulierem comprehensam argumento fuere pueri nonnulli, qui cum diversis temporibus ad littus lavandi causa accessissent, nusquam postea comperti sunt, quos postmodum ab eo monstro necatos captosque crediderunt.

El monstruo marino
Trad. de Joaquín Rodríguez Beltrán

Hay algo más que es bien sabido: que ha sido traída a Ferrara la forma de un monstruo marino encontrado hace poco en la costa de Dalmacia. Del ombligo hacia arriba parecía humano, y hacia abajo era como un pez con una parte inferior que se bifurcaba en dos extremidades. Tenía la barba abundante, dos cosas como cuernos que le sobresalían por arriba de las orejas, pechos prominentes, boca amplia, manos con tan sólo cuatro dedos; y desde las axilas hacia abajo, entre las manos y el vientre bajo, se extendían unas membranas de pez que le servían para nadar.
Referían la captura de este modo. Había junto a la costa una buena cantidad de mujeres lavando paños de lino y, según dicen, se acercó el pez a una de ellas con la intención de comérsela, el cual, aferrándola con las manos, trató de raptarla. Pero ella, mientras luchaba en el agua –que, a decir verdad, no era muy profunda–, imploró la ayuda de las demás armando un griterío. Acudieron al instante cinco de ellas y, el monstruo ya sin escapatoria, lo mataron con palos y piedras. Cuando lo vieron tendido en la playa, les produjo un terror extremo. Era más alto y corpulento que cualquier hombre. Yo mismo pude ver su cadáver, que nos habían llevado a Ferrara. A causa de este evento –el intento de captura de una mujer como alimento–, se cree que algunos jóvenes, desaparecidos en distintas ocasiones después de haber ido a la costa para lavar, fueron atrapados y devorados por aquél monstruo.


Sólo tengo que agregar que el final me pareció difícil de traducir. Por el contexto uno pensaría que se refiere solamente a muchachas, mujeres jóvenes, como las que fueron atrapadas; pero, puesto que sólo decía pueri, me decidí por darle el matiz impreciso, que hace pensar tanto en hombres como en mujeres.
De cualquier modo, es evidente que la historia hunde sus raíces en tradiciones populares del Mediterráneo. Aunque es claro su contraste en relación con la figura mítica de la sirena, que no empleaba nada de violencia sino sólo su canto, al mismo tiempo se puede notar que estos dos seres en el fondo querían lo mismo: arrastrar a las personas al agua. En el mar, escindidos como estaban, sólo una de sus dos partes podía tener comunicación con los de su especie, los peces; pero su otra parte, la humana, necesitaba algo más. De ahí que salieran a la superficie en busca de presas humanas. Uno se imagina, también, que es un monstruo porque no es nada de manera completa, por su condición híbrida. En verdad que lo que más nos asusta es lo que se parece a nosotros, lo humanoide; nos asusta menos lo que es totalmente distinto.
¿De verdad habrá visto Poggio la figura del monstruo o es sólo para darle fuerza a la narración?

Una versión de Expostulation and Reply, de William Wordsworth

Curiosamente, mientras vagaba entre libros de autores ingleses, encontré un poema de Wordsworth que en el fondo era un intenso llamado a dejar ese mismo libro en la mesa y salir. Seguro que esto ha ocurrido más veces de lo que tengo noticia en la historia de la literatura: que un texto termine por negarse a sí mismo y él mismo sea su contraparte. Uno piensa rápidamente en Platón y su ataque a la palabra escrita, que nos llegó gracias a la cultura impresa.
De cualquier modo, aquí presento el poema y mi propia versión en español, espero recibir cualquier tipo de crítica.

Expostulation and Reply
by William Wordsworth (1770-1850)

"Why, William, on that old grey stone,
Thus for the length of half a day,
Why, William, sit you thus alone,
And dream your time away?

"Where are your books? that light bequeathed
To beings else forlorn and blind!
Up! up! and drink the spirit breathed
From dead men to their kind.

"You look round on your mother earth,
As if she for no purpose bore you;
As if you were her first-born birth,
And none had lived before you!"

One morning thus, by Esthwaite lake,
When life was sweet I knew not why,
To me my good friend Matthew spake,
And thus I made reply.

"The eye it cannot chuse but see;
We cannot bid the ear be still;
Our bodies feel, where'er they be,
Against, or with our will.

"Nor less I deem that there are powers
Which of themselves our minds impress;
That we can feed this mind of ours,
In a wise passiveness.

"Think you, 'mid all this mighty sum
Of things for ever speaking,
That nothing of itself will come,
But we must still be seeking?

" –Then ask not wherefore, here, alone,
Conversing as I may,
I sit upon this old grey stone,
And dream my time away,"


Reprehensión y respuesta
Trad. de Joaquín Rodríguez Beltrán

“¿Por qué, William, en esa piedra
pasas todo el día, vieja y gris?
¿Por qué, solo, te quedas ahí,
soñando tus horas pasajeras?

“¿Y tus libros? ¡Legado de luz
a otros seres, miserables ciegos!
¡Arriba! Absorbe el aliento
de los muertos enviado a su prole.

“Fijas la vista en tu madre tierra
como en una madre sin propósito,
como si fueras su primer hijo,
¡y nadie antes que tú existiera!”

Así, una mañana junto al lago Esthwaite,
dulce la vida y sin saber por qué,
la voz de mi amigo Matthew escuché,
y fue así como le respondí:

“El ojo no sabe sino ver,
¿cómo pedirle al oído no oír?
El cuerpo percibe, esté donde esté,
con nuestro arbitrio o sin él.

Convencido estoy de que hay fuerzas
que en la mente irrumpen por sí solas,
de que podemos nutrir la nuestra
en una sabia pasividad.

¿Crees que, entre todas estas cosas
que continuamente nos hablan,
nada por sí mismo llegará
y que debemos buscar aun más?

Así que no preguntes por qué,
mientras converso a solas aquí,
me quedo en la piedra vieja y gris,
soñando mis horas en vaivén."


Tengo que añadir solamente que uno bien se podría imaginar un punto crucial que distingue a muchos hombres entre sí y genera dos clases bien diferenciadas: por un lado, estarían aquéllos para quienes las cosas no dicen nada y no hacen más que estar ahí, existir ahí afuera encapsulando dentro de ellas mismas cualquier signo o palabra, abrumando con su silencio e impetenetrabilidad al observador anhelante de contacto; por otro, aquéllos que, como Wordsworth, perciben un puente de comunicación cuyo punto de partida son, evidentemente, los sentidos, pero que se excede poco a poco a sí mismo hasta que se tiene la convicción de que hay fuerzas exteriores que continuamente nos impactan.
Me declaro, tristemente, partidario de los primeros; siempre me ha provocado una aguda desesperación el mero estar de las cosas, siempre he visto mi cuerpo como una barrera infranqueable que me separa del exterior (el túnel de Sábato) y me posibilita la existencia, más que como un puente.