lunes, 20 de abril de 2009

Un excelente ensayo de Emerson: Quotation and Originality


Ya en el post pasado mencionaba este ensayo haciendo una comparación con el de Montaigne, subrayando más las diferencias que las convergencias. Ahora, me percato de una similutud que se podría plantear como lo que sostiene el entramado de los dos textos: el uso del ejemplo. Sin él, ambos ensayos de derrumbarían por completo. En cierto modo, Emerson es más sintético y produce mayor cantidad de ejemplos que, más que reforzar, parecen prolongar las ideas.
Presento, entonces, mi traducción de este ensayo, que a mi juicio es un excelente texto de este escritor, y sólo digo que podría interesar a cualquiera que en algún momento, después de haber escrito algo, se haya preguntado: "¿Dónde acaban todos los autores que leí para poder hacer esto y dónde comienzo yo? ¿Qué tan mío es esto que escribí?". Sin duda, es una línea difícil de establecer.
El texto original en inglés es sumamente fácil de encontrar, pero para los interesados aquí está la dirección. No lo incluyo, una vez más por razones de espacio.
Antes de poner aquí la traducción, sólo quiero decir que, entre muchas otras cosas que me hizo pensar el ensayo, hubo una idea que estuvo siempre constante para mí como lector: que todo texto, por el solo hecho de surgir, se inserta en una enorme red de interrelaciones con otros textos; ésta es precisamente la telaraña en la que está atrapada toda persona que cultive la lectura por gusto. No podemos más que seguir sus hebras, conocer a nuevos autores a través de ellas, interesarnos en ellos teniéndolas como guías. Uno puede formarse, incluso, buenas ideas (o al menos, generales) de cualquier autor considerado de importancia, pues sus hebras se expanden en un radio de acción sorprendente, de tal modo que sin importar el hilo inicial que se toma como punto de partida, siempre se llega a tal autor en algún momento. Es así que puedo afirmar que tengo nociones básicas de Hegel sin siquiera haber abierto un libro suyo, ni haber abordado directamente un texto cuya finalidad sea explicar sus ideas. Armamos muchas de nuestras nociones a partir de referencias dispersas producidas en los libros más variados; más aun, guiamos nuestras futuras lecturas a través de este entramado de relaciones. Tal vez de todo esto venga la vaga idea de "cultura general", conocer los puntos que concentran en sí mismos mayor número de convergencias. Sin duda esta es la razón por la que mucha gente sigue asociando directamente al hedonismo con Epicuro, como si las ideas de éste se redujeran a la búsqueda del placer.
Pero hay grandes bloques de telarañas y, frecuentemente, el paso entre algunas de éstas es difícil o pende de una sola hebra. La telaraña llamada "literatura mexicana" tiene miles de hilos en conexión con Europa, pero son pocos en relación con la literatura producida, por ejemplo, en Senegal. Mas, tan pronto como se llega por azares del destino a una hebra suya, ésta conduce a muchísimas otras emparentadas.
El texto de Emerson es una gran telaraña focalizada en el extrañamente llamado "Occidente". ¿Qué pasaría si, además de éstas, comenzáramos a buscar nuevas hebras?


Citación y originalidad
Ralph Waldo Emerson (1803-1882)

Trad. de Joaquín Rodríguez Beltrán


CUALQUIERA que observe el mundo de los insectos, moscas, áfidos e innumerables parásitos, e incluso los mamíferos de corta edad, habrá notado la gran satisfacción que les proporciona la succión, que constituye la actividad principal de sus vidas. Si entramos en una biblioteca o en una sala de redacción, vemos la misma función en un plano más general, llevada a cabo con el mismo ardor, la misma impaciencia frente a la interrupción, lo cual indica la dulzura del acto. En la civilización más avanzada el libro es aún el mayor placer. Aquél que en algún momento haya conocido las satisfacciones de él derivadas está equipado de un recurso contra la calamidad; como el discípulo de Platón que ha percibido una verdad, “está protegido contra el daño hasta otro momento”. En la memoria de todo hombre, están asociados con las horas culminantes de su vida ciertos libros que empalmaron con sus ideas. Acerca de un grupo grande y poderoso de personas, podemos preguntar con seguridad: “¿qué evento es el que más anhelan? ¿Qué don? ¿Qué otra cosa sino el libro que alguna vez vendrá, que han buscado en cada biblioteca, en cada idioma, que será para sus ojos maduros lo que muchas revistas infantiles cubiertas de oropel fueron para su infancia, y les hablará a la imaginación?”. Nuestro gran respeto hacia un hombre cultivado es elogio suficiente a la literatura. Esperamos que un gran hombre sea también un buen lector, o que en proporción con el poder creador aparezca asimismo el de asimilación. Y aunque tales personas son un grupo más difícil y minucioso, no es menos vigoroso. “Aquél que proporciona la ayuda de un igual entendimiento –dijo Burke– duplica el suyo, aquél que usa el de alguien superior eleva el suyo al nivel del que contempla”.
Valoramos libros, y los aprecian principalmente aquéllos que –ellos mismos– son sabios. Nuestra deuda con la tradición a través de la lectura y la conversación es tan grande, y nuestra crítica o nuestra propia aportación tan raras e insignificantes –y hechas comúnmente con base en lo que se ha leído o escuchado–, que desde un punto de vista general se podría decir que no existe la originalidad pura. Todas las mentes citan. Lo viejo y lo nuevo forman la trama y urdimbre de cada momento. No hay hilo que no sea un jirón extraído de estas dos hebras. Por necesidad, propensión o placer, todos citamos, y no sólo libros y proverbios, sino también artes, ciencias, religión, costumbres y leyes. Incluso citamos templos y casas, mesas y sillas por imitación. El encargado de la oficina de patentes sabe que todas las máquinas en uso se han inventado y reinventado una y otra vez; que la brújula del marinero, el barco, el péndulo, la lupa, los tipos movibles de imprenta, el caleidoscopio, el ferrocarril, el telar mecánico y otros inventos han sido muchas veces encontrados y perdido, desde China y Egipto hasta Pompeya; que si tenemos técnicas que Roma habría querido, también Roma tuvo algunas que hemos perdido; que el viejo invento de hacer la madera indestructible a través de vapor de aceite de carbón o parafina fue sugerido por el método egipcio que ha preservado ataúdes de momias durante cuatro mil años.
La más alta afirmación de nueva filosofía se cubre complacientemente a sí misma con alguna máxima profética de una antigua escuela. Hay algo mortificador en este círculo perpetuo. Esta economía extrema implica un capital de invención muy reducido. La corriente del afecto fluye amplia y caudalosa, la actividad práctica es un río de suministro; pero la falta de determinación revela la penuria de intelecto. ¡Qué pocos pensamientos! En cien años, millones de hombres, y ni siquiera cien versos poéticos, ni una sola teoría filosófica que ofrezca solución a los grandes problemas, ni una sola propuesta de educación que satisfaga todas las condiciones. En este retraso y falta de pensamiento debemos hacer las mejores correcciones que podamos buscando la sabiduría de otros para llenar los espacios vacíos en el tiempo.
Si nos circunscribimos a la literatura, se ve fácilmente que la deuda con el pensamiento pasado es inmensa. Nada escapa a él. Los originales carecen de originalidad. Hay imitación, modelo y sugestión; incluso en los mismos arcángeles, si conociéramos su historia. El primer libro domina tiránicamente sobre el segundo. Léase a Tasso, y se pensará en Virgilio; léase a Virgilio, y se pensará en Homero. Y Milton obliga a meditar en cuán estrechos son los límites de la invención humana, el “Paraíso perdido” no habría existido de no ser por estos precursores. Si encontramos en la India o en Arabia un libro fuera de nuestro horizonte de pensamiento y tradición, se nos enseña inmediatamente, a través de nuevas investigaciones hechas en el país de donde proviene, a descubrir sus predecesores y su conexión latente –pero real– con nuestras propias Biblias.
Léase a Platón, y se encontrarán dogmas cristianos; y no sólo eso, sino que se tropezará con nuestras frases evangélicas. Hegel preexiste en Proclo, y mucho antes en Heráclito y Parménides. Quien conozca a Plutarco, Luciano, Rabelais, Montaigne y Bayle, tendrá una clave para muchas supuestas originalidades. Rabelais es la fuente de una buena cantidad de proverbios, historias y chistes, derivados de él a todas las lenguas modernas. Si conociéramos sus lecturas, podríamos ver el arroyo del que procede su caudal. Swedenborg, Behmen y Spinoza parecerán originales a personas ignorantes y sin ingenio; su originalidad desaparecerá para quienes sean cultivados o buenos observadores, pues los eruditos reconocerán la reaparición de sus dogmas en hombres de elevación intelectual equivalente a través de la historia. Alberto Magno, “el doctor universal”, san Buenaventura, “el doctor seráfico”, y Tomás de Aquino, “el doctor angélico”, del siglo XIII, cuyos libros conforman prácticamente toda la cultura de la época, fueron absorbidos por Dante, quien sobrevive para nosotros. Renard the Fox (“Renard, el zorro”), un poema alemán del siglo XIII, fue considerado por mucho tiempo una obra auténtica, hasta que Grimm encontró fragmentos de otro original del siglo anterior. M. Le Grand mostró que en los antiguos fabliaux estaban las fuentes de los cuentos de Molière, La Fontaine, Boccaccio y Voltaire.
La mitología es una obra anónima. Pero lo que cada día notamos en relación con los dichos o agudezas que circulan en la sociedad –que cada relator mejora una historia al repetirla, hasta que, al final, del más delgado filamento de hechos se construye una buena fábula–, este mismo incremento ocurre con la mitología: la leyenda salta del creyente al poeta, del poeta al creyente, cada uno añadiendo algún encanto, creando algún defecto o redondeando la forma, hasta que se vuelve una verdad ideal.
La literatura religiosa y los salmos y liturgias de las iglesias pertenecen, por supuesto, a este lento proceso de crecimiento; un conjunto de elecciones reunidas a través de los tiempos, abandonando lo peor y rescatando lo mejor, hasta que se convierte finalmente en una obra de toda la comunidad de creyentes. La Biblia misma es una antigua Cremona; ha sido explotada por la devoción de miles de años, hasta que cada palabra y partícula se ha hecho pública y adaptable. Y cualquier reverencia inmerecida que reclame para sí la inspiración de Filón, es probable que sea desecha por la fuerte tendencia que estamos describiendo. Lo que los religiosos habían asumido como las revelaciones distintivas del Cristianismo, lo encontró la crítica teológica en los estoicos y los poetas griegos y romanos, como paralelismos exactos. Posteriormente, cuando Confucio y las escrituras de la India se dieron a conocer, ya no se podía pensar en ningún intento de presentarse como el monopolio de la sabiduría ética. Y los sorprendentes resultados de las nuevas investigaciones respecto a la historia de Egipto nos han mostrado la profunda deuda de las iglesias de Roma e Inglaterra hacia la hierología egipcia.
Tomar prestado es con frecuencia lo suficientemente honesto, y proviene de la magnanimidad y la firmeza. Un gran hombre cita sin temor y no recurrirá a su propia invención cuando la memoria le proporciona una palabra igualmente buena. Lo que cita, lo siente con su misma voz y humor, toda la enciclopedia de su conversación habitual es realmente percibida como de su propiedad. Hace treinta años, cuando en el bar o en el senado Mr. Webster llenaba los ojos y las mentes de los jóvenes, se podía oír frecuentemente tres reglas citadas como suyas: la primera, nunca hacer hoy lo que se puede dejar para mañana; la segunda, nunca hacer algo que otro puede hacer por uno mismo; y la tercera, nunca pagar al día una deuda. Pues bien, no son menos malas por ya haber sido dichas por Sheridan, la generación pasada; y nos damos cuenta en las Memoires (“Memorias”) de Grimm de que Sheridan las sacó del ingenioso D’Argenson, quien, sin duda, si pudiéramos consultarlo, podría decirnos de quién las escuchó por primera vez. Acerca de nuestro dicho “él sabe de política, griego, historia y ciencia; si supiera un poco de leyes, sabría un poco de todo”, se puede encontrar el original en un chiste de Grimm, quien dice que Luis XVI, al salir de la capilla después de oír el sermón del Abad Maury, dijo: "Si l'Abbé nous avait parlé un peu de religion, il nous aurait parlé de tout" (“Si el abad nos hubiera hablado un poco de religión, nos habría hablado de todo”). Una broma que anduvo por todos los periódicos hace algunos años, que tachaba las excentricidades de una línea familiar de gente dotada en New England, no es más que un robo del dicho de Lady Mary Wortley Montagu de hace cien años, que decía que “el mundo está hecho de hombres, mujeres y Herveys”.
Muchos de los proverbios históricos son de dudosa paternidad. El huevo de Colón lo reclama Brunelleschi como suyo. Las últimas palabras de Rabelais, “voy a ver el gran Quizás” (le grand Peut- être), no hacen más que repetir el “Si” inscrito en el portal del templo de Delfos. La frase favorita de Goethe, “el secreto abierto”, traduce la respuesta de Aristóteles a Alejandro: “estos libros están publicados y no publicados”. La frase de Madame de Stael, “la arquitectura es música congelada”, está sacada de “la música torpe” de Goethe, que es la regla de Vitruvio, según la cual “el arquitecto debe ser entendido no sólo en dibujo, sino también en música. El héroe de Wordsworth que actúa “según el plan que deleitó a su pensamiento infantil” viene de Shiller y su frase “dile que reverencie los sueños de su juventud”; y antes, de lo que dijo Bacon: “Consilia juventutis plus divinitatis habent” (“Los pensamientos de juventud tienen más de divinidad”).
En la literatura romántica los ejemplos de esto abundan. El último verso de la vieja balada escocesa The drowned lovers (“Los amantes ahogados”),
“Tú resuenas con gran estrépito, agua de Clyde, tus corrientes son más que fuertes;
ahógame cuando regrese,
pero sálvame cuando vaya.”
es una traducción del epigrama de Marcial acerca de Hero y Leandro, donde la súplica de Leandro es la misma:
“Parcite, dum propero; mergite, dum rodeo". (“Preservadme mientras voy, ahogadme cuando vuelva”)
Hafiz enriqueció a Burns con la canción de John Barleycorn, y a Moore con el original del fragmento,
“Cuando en la muerte me postre, calmado,
oh, entrégale mi corazón a mi amada”
Hay muchas fábulas de las cuales, al encontrarse en todos los idiomas y no tener señal de haber sido prestadas, se dice que le son agradables a la mente humana, como The seven sleepers (“Los siete durmientes de Éfeso”), Gyges's Ring (“El anillo de Giges”) The Travelling Cloak (“La alfombra voladora”), The Wandering Jew (“El judío errante”), The Pied Piper (“El flautista de Hamelín”), Jack and his Beanstalk (“Juanito y las habichuelas mágicas”), The Lady Diving in the Lake and Rising in the Cave (“La mujer que se sumergía en el lago y salía de la cueva”), cuya omnipresencia sólo indica la facilidad con que una buena historia cruza toda frontera. El popular incidente del Barón Munchausen, que se colgó su collar junto a la chimenea y la música congelada se derritió, puede encontrarse en Grecia en los tiempos de Platón; Antífanes, un amigo de Platón, comparó burlescamente sus escritos con una ciudad donde las palabras se congelaban en el aire tan pronto como eran pronunciadas y, al verano siguiente, cuando el sol las calentaba y las derretía, la gente oía lo que se había dicho en el invierno. No fue sino hasta este siglo que Inglaterra y América descubrieron que sus cuentos para niños eran viejas historias alemanas y escandinavas; y ahora parece que provienen de la India y son propiedad de todas las naciones descendientes de la raza aria, y se han cantado y balbuceado entre nodrizas y niños durante quién sabe cuántos miles de años.
Si observamos la tenacidad con la que las naciones se aferran a sus primeros tipos de indumentaria, arquitectura, herramientas y métodos de cultivo, y decoración; si averiguamos qué tan antiguos son los diseños de nuestros chales, los capiteles de nuestras columnas, las grecas, los astrágalos y otros ornamentos de nuestras paredes, la manera de alternar capullos de loto y pecíolos de hoja en nuestras rejas de hierro; tendremos entonces en buena estima a los primeros hombres, o en mala a los últimos.
¿Tendremos que decir ahora que sólo los primeros hombres estaban bien en vida y que la generación actual está discapacitada y degenerada? ¿Es que toda la literatura es una copia indiscreta; y todo el arte, imitación de lo chino? ¿Nuestra vida una costumbre, y nuestro cuerpo algo que se tomó prestado, como la cena de un limosnero, de cientos de caridades? Una crítica más sutil y severa podría sugerir que ha sufrido la especie humana algún tipo de dislocación, que multitudes de hombres no viven conforme a la naturaleza, sino que la contemplan como exiliados. La gente sale a mirar los amaneceres y las puestas de sol sin reconocer tranquila y felizmente esto como suyo, sino sabiendo que les es ajeno. Tal como lo hacen con los libros, citan el atardecer y la estrella, y no los hacen de su propiedad. Peor aun, viven como extranjeros en el mundo de la verdad, citan pensamientos y, así, dejan de ser sus dueños. Citar denota inferioridad. Al abrir un nuevo libro descubrimos con frecuencia, a través de la devoción manifiesta con la que el escritor pone su epígrafe o texto, todo lo que podemos esperar de él. Si Lord Bacon aparece en el prefacio, voy y leo la Instauratio Magna en lugar del nuevo libro.
El perjuicio es rápidamente castigado en general y en particular. La imitación bien hecha es algo vacío. En toda clase de parásito, cuando la naturaleza ha acabado con un áfido, un teredo o un murciélago –seres con un excelente tubo de succión para perforar a otro animal– o un muérdago o cuscuta entre las plantas, los órganos de autoabastecimiento se marchitan y decaen, pues ya son superfluos. Como prudencia común, existe un límite inmediato para el arte cuando se trata de apoyarse en un original. En la literatura, la citación es buena sólo cuando el autor que sigo va por mi camino y, mejor posicionado que yo, me da un empujón, según se dice; pero, si me gusta la cómoda carroza tanto como para salirme de mi camino, mejor habría sido que hubiera ido a pie.
Pero es preciso recordar que hay ciertas consideraciones mediante las cuales se puede calificar un reproche como demasiado duro. Este vasto endeudamiento mental tiene todas las variantes que tiene la deuda económica, todas las variantes del mérito. El capitalista de estos dos géneros tiene tanta sed de prestar como un consumidor de que le presten; la transacción no indica más pobreza intelectual de lo que el simple hecho de deber implica bancarrota. Por el contrario, la mayor parte de los casos, por mucho, es honorable para ambos. ¿Acaso no podemos en la literatura ayudarnos discretamente mediante la fuerza de dos individuos? ¡Sin duda, sólo se necesitan dos personas con buena disposición y temperamento para la cooperación para realizar algo que por mucho trascienda cualquier empresa privada! ¿Habremos de conversar como espías? Sólo el hecho de que nos abstengamos de repetir y darle el crédito necesario a la buena observación de nuestro amigo es un hurto. Todo hombre de pensamiento está rodeado de otros más sabios que él, o que al menos escriben igual de bien. ¿Acaso no pueden complementarse entre sí? ¿No pueden hundir sus celos en el amor de Dios y llamar a su poema Beaumont y Fletcher, o la Falange de Tebas? Durante nueve días o nueve años la ciudad establecerá diferencias y siniestras comparaciones; hay un público nuevo y excelente que alabará a los dos amigos. Pero no, es un fruto inevitable de nuestra naturaleza social: el niño cita a su padre; el hombre, a su amigo. Cada uno es un héroe y un oráculo para algún otro, para el que cualquier cosa que diga aquél tiene un valor reforzado. Cualquier cosa que pensemos o digamos es maravillosamente mejor para nuestros espíritus y nuestra confianza si sale de la boca de alguien más. Nadie más eminente ni más sabio que aquél que conoce mentes cuya opinión confirma o ratifica la suya. Y hombres de un genio extraordinario adquieren un ascendente casi absoluto sobre sus compañeros más cercanos. El Comte de Crillon le dijo un día a M. d’Allonville, con una vivacidad francesa: “si el universo y yo tuviéramos la misma opinión y M. Necker expresara una contraria, estaría al instante convencido de que el universo y yo estamos equivocados”.
El poder creador está usualmente acompañado de un poder de asimilación, y apreciamos en Coleridge su gran conocimiento y citas, tal vez tanto –posiblemente más– como sus sugerencias originales. Si un autor nos da distinciones justas, lecciones inspiradoras o poesía imaginativa, no nos importa mucho de quién son. Si nos estimulan y nos guían, lo reconocemos como un benefactor y volveremos a él mientras nos siga ayudando. Tal vez queramos saber qué es lo que le corresponde a Platón, Montesquieu o Goethe, y qué pensamiento le fue siempre querido al escritor mismo, pero el valor de las frases radica en su resplandor e igual fuerza para cualquier intelecto; se ajustan a la maravilla con todos nuestros hechos. Nos respetamos en la medida en que las conocemos.
Junto al creador de una buena frase está el primero que la cita. Muchos leerán el libro antes que a alguien se le ocurra citar un pasaje suyo. Y tan pronto como lo hace, el fragmento se cita por todas partes. Así, hay modos admirables de tomar prestado. El genio lo hace noblemente. Cuando a Shakespeare se le imputan deudas con otros autores, Landor replica: “y aun así, es más original que sus fuentes. Respiró sobre cuerpos muertos y los trajo a la vida”. Y debemos agradecerle a Karl Ottfried Muller por esta justa observación: “la poesía, al incluir dentro de su perímetro todo lo que es glorioso e inspirador, tuvo poco cuidado de averiguar de dónde surgieron originalmente las flores”. Así, Voltaire usualmente imitaba, pero con tal superioridad que Debuc afirmó: “él es como el falso Anfitrión; a pesar de ser el invitado, siempre es él quien aparenta ser el dueño de la casa”. Wordsworth, apenas escuchaba algo bueno, lo tomaba, meditaba en ello y rápidamente lo reproducía en su conversación y su escritura. Si De Quincey decía “eso fue lo que te dije”, él contestaba “no, es mío. Mío y no tuyo”. En general, nos gusta la valentía de esto. Está en el principio de Marmontel, “me lanzo sobre lo que es mío, dondequiera que lo encuentro”; y en la regla –más general– de Bacon, “considero todo el conocimiento como mi provincia”. Esto demuestra la conciencia de que la verdad no es propiedad de ningún individuo, sino que es tesoro de todos los hombres. Y en la medida en que un escritor se ha elevado a una visión precisa de la condición del hombre, ha adoptado este tono. En la medida en que el objetivo del receptor sea la vida y no la literatura, le será indiferente la fuente. Mientras más noble sea la verdad o el sentimiento, menos importa la cuestión de la autoría. Al mero buscador nunca le preocupa de quién derivó tal o cual sentimiento. Cualquiera que nos exprese un pensamiento justo hace que parezcan ridículos los esfuerzos del crítico por explicarle dónde se ha dicho antes tal palabra. No es mejor por haberlo dicho Platón que por que lo haya dicho yo. La verdad siempre está presente: sólo se necesita levantar los párpados de acero de ojo mental para leer sus oráculos. Pero en el momento en que se pretende producir, el fraude se hace evidente. De hecho, es tan difícil apropiarse los pensamientos de otros como inventar. Siempre, alguna transición abrupta, alguna alteración repentina de temperatura o de punto de vista, pone en evidencia la interpolación ajena.
Hay también un encanto nuevo en la clase de trabajos intelectuales que, a lo largo del tiempo, han tenido una multitud de autores y perfeccionadores. Admiramos la poesía que ningún hombre escribió –ningún otro poeta sino genio mismo de la humanidad–, que puede leerse en la mitología, en el efecto de un estilo fijo o nacional de pinturas, en esculturas, en el drama, en las ciudades o en las ciencias, en nosotros. Un poema así es lenguaje. En cada palabra de él, el lenguaje se ha usado felizmente en algún momento. El oído, arrobado por esa felicidad, lo retiene y, así, se usa una y otra vez, como si el encanto le perteneciera a la palabra y no a la vitalidad de pensamiento que la reforzó. Estos usos profanos, por supuesto, lo matan y comienza a ser evitado. Pero un ingenio ágil puede infundirle fuerza en cualquier momento y se vuelve a poner de moda. Así, la gente cita de muy diversa manera: uno encuentra sólo lo llamativo o lo popular; otro, la esencia del autor, la síntesis de su hora más selecta y feliz; y el lector a veces le da más a la cita de lo que le debe. La mayor parte de las citas clásicas que se escuchan o se leen en las actuales publicaciones periódicas o en los discursos no se extrajeron de los originales, sino de previas citas de libros en inglés, y se puede determinar fácilmente, a partir del uso y la relevancia de la frase, si no se ha empleado muchas veces con anterioridad, si la joya salió de la mina o de una subasta. Del genio de un escritor, podemos saber tanto a partir de lo que elige como de lo que genera. Leemos la cita con sus ojos y le encontramos un sentido nuevo y ardiente. Como dicen los periódicos, “las cursivas son nuestras”. El provecho de los libros depende de la sensibilidad del lector. El más profundo pensamiento, o pasión, duerme como en una mina, hasta que una mente y un corazón afines a él lo encuentran y lo publican. Los personajes de Shakespeare que más valoramos no fueron citados sino hasta este siglo, incluso la prosa de Milton y la de Burke alcanzaron mayor fama en él. Todos, también, recuerdan a sus amigos por su poema favorito u otra lectura.
Nótese, igualmente, que un escritor aparece más aventajado en las páginas de otro libro que en las suyas. En sus libros, pasa por candidato a la aprobación del lector; en los de otros, es una autoridad.
De este modo, los pensamientos de alguien más tienen cierta ventaja con nosotros simplemente porque son de otro. Hay cierta ilusión en una frase nueva. Un hombre le oye una buena sentencia a Swedenborg y se maravilla de su sabiduría, y está realmente contento de tener algo tan bueno. Tradúzcanse estas nuevas palabras a su lenguaje corriente y se sorprenderá otra vez de su simplicidad; tales engaños nos juegan las palabras admirables.
Es curioso el nuevo interés que adquiere un viejo autor por su canonización oficial en Tiraboschi, Dr. Johnson, Von Hammes-Purgstall o Hallam, u otro historiador de la literatura. El registro de su libro o la cita de algún pasaje conlleva el valor sentimental de un diploma universitario. Si bien nunca penetrante, Hallam es una mente bien dotada, capaz de apreciar la poesía, pero si ésta es profunda, está siempre ciego y sordo para las almas imaginativas y amantes de la analogía, como los platónicos, Giordano Bruno, Donne, Herbert, Crashaw o Vaughan. Y si Hallam cita un pasaje de Bacon o Sidney, o si enaltece un poema de Edwards o Vaux, inmediatamente se nos entregan como si hubieran recibido la corona ístmica.
Es una práctica común de escritores brillantes, y también de conversadores ingeniosos, el recurso de achacarle las propias frases a alguna persona imaginaria para darles peso, como lo han hecho Cicerón, Cowley, Swift, Landor y Carlyle. El cardenal de Retz, en un momento crítico en el parlamento de París, se describió a sí mismo mediante una frase latina improvisada, que supuestamente citaba de algún autor clásico y que pronunció admirablemente bien. Un efecto-reflejo curioso de este reforzamiento de una idea, realizado mediante el acto de citarla de alguien más, es el hecho de que muchos hombres puedan escribir mejor bajo una máscara que como ellos mismos, como Chatterton en los romances arcaicos, Le Sage disfrazado de español, Macpherson como “Ossian” y –no lo dudo– muchos abogados jóvenes en los tribunales de Londres, que tienen gran éxito para el Times, pero nunca trabajan igual a su nombre. Ésta es una especie de talento dramático; pues no es raro encontrar grandes poderes de recitación sin la más mínima elocuencia original, o personas que copian dibujos con una habilidad admirable pero que no son capaces de crear algún diseño suyo.
En momentos de intensa actividad mental, a veces le hacemos demasiado honor al libro y leemos mejores cosas que las que escribió el autor, leyendo –según se dice– entre líneas. Todos hemos tenido la misma experiencia en una conversación: el ingenio estaba en lo que oímos, no en lo que se dijo. Nuestra mejor idea provino de los demás. Percibimos en sus palabras un sentido más profundo que el que les inyectaron, y podemos expresarnos mediante las frases de otros con un designio más alto de lo que imaginaban. En el Diario de Moore, se dice que Mr. Hallam trajo a colación a un amigo suyo que había dicho: “No sé cómo ocurre, algo que dicho por mí no tiene ningún éxito es una broma excelente cuando Sheridan le ha dado un retoque. Nunca me gustan mis propios dichos hasta que él los adopta”. Dumont se sorprendía de ser usado por Mirabeu, Bentham y sir Philip Francis, quien, a su vez, no era mejor que su propio “Junius”. Y James Hogg –salvo en sus poemas Kilmeney y The witch of fife– es un autor de segunda, que le debe su fama a su efigie magnificada a través de la lente de John Wilson; quien, a su vez, escribe mejor bajo la máscara de de “Christopher North” que con sus propia ropa. La teoría atrevida de Delia Bacon, que las obras de Shakespeare fueron escritas por una sociedad de gente ingeniosa –Sir Walter Raleigh, Lord Bacon y otros en torno al conde de Southampton–, tenía completamente para ella el encanto del significado superior que éstas adquirirían al ser leídas bajo esta luz: esta idea de la autoría que controla nuestra apreciación de las obras mismas. Alguna vez conocimos a un hombre sobreexcitado ante el anuncio de su panfleto en un periódico líder. ¡Con qué impulso voló su imaginación! ¿Quién lo podría haber escrito? ¿Habría sido el coronel Carbine, o el senador Tonitrus, o al menos el profesor Maximilian? Sí, podía detectar en el estilo esa hábil mano romana. ¡Y en qué grado parecía la mismísima voz del refinado y exigente público, invitando al mérito finalmente a aceptar la fama, y subir y tomar su lugar en las sillas reservadas y auténticas! Llevó el periódico con premura a la comprensiva prima Matilda, que está tan orgullosa de todo lo que hacemos. ¡Pero qué consternación cuando la afable Matilda, deleitada con el deleite de él, confesó que ella había escrito la crítica y la había llevado con sus propias manos a la oficina de correos! “Señor Wordsworth”, dijo Charles Lamb, “permítame presentarle a mi único admirador”.
Swedenborg dio al mundo una teoría formidable, que cada alma existió en una sociedad de almas, la cual le heredó todos sus pensamientos a cada alma. Y se percató de que, cuando estaba acostado en su cama –durmiendo y despertando alternadamente–, estaba rodeado de personas que discutían y ofrecían opiniones a favor y en contra de una idea; y de que, ya despierto, las mismas sugerencias a favor y en contra surgían como sus propios pensamientos. Al dormir otra vez, vio y escuchó a los hablantes como antes, y comenzó a ocurrirle cada vez que dormía y se despertaba. Y, si expandimos la imagen, ¿acaso no parece que todos los hombres estuviéramos pensando y hablando desde una antigüedad inmensa, como si permaneciéramos, no en un grupo de apuntadores que llenan una sala de estar, sino en un círculo de inteligencias que llegara a todos los pensadores, poetas, inventores, e ingenios, sea de hombres o mujeres, ingleses, alemanes, celtas, arios, ninivitas o coptos; hasta el primer negro, que, con más salud o mejor percepción, le dio un sonido estridente o un nombre a aquello que veía y con lo que vivía? Nuestros benefactores son tantos como los niños que inventaron el habla, palabra por palabra. El idioma es una ciudad, para la construcción de la cual cada ser humano aportó una piedra; y sin embargo, no debe dársele más crédito respecto al gran resultado del que se le otorga al acalefo que añade una célula al arrecife de coral que es la base del continente.
Heráclito: todas las cosas están en flujo. Es inevitable estar endeudado con el pasado. Nos alimentamos y nos formamos a través de él. El bosque viejo se descompone para componer el nuevo. Los animales antiguos han dado sus cuerpos a la tierra para constituir químicamente la raza naciente, y cada individuo no es más que una fijación momentánea de algo que ayer fue de otro, hoy es suya y mañana será de un tercero. Así ocurre en el pensamiento, nuestro conocimiento es el conjunto de ideas y experiencias de mentes innumerables; nuestro idioma, nuestra ciencia, nuestra religión, nuestras opiniones y nuestras fantasías nos fueron heredados. Nuestro país, costumbres y leyes, nuestras ambiciones y nociones de lo adecuado y lo justo; nada de esto lo hicimos nosotros. Lo encontramos ya hecho y no hacemos más que citarlo. Goethe dijo francamente: “¿Qué quedaría de mí si este arte de apropiación fuera algo peyorativo para el genio? Cada uno de mis escritos me ha sido proporcionado por mil personas diferentes, mil cosas. Tanto el sabio como el necio me han traído, sin sospecharlo, el regalo de sus pensamientos, facultades y experiencia. Mi trabajo es una suma de seres tomados de la totalidad de la naturaleza; lleva el nombre de Goethe.”
Pero permanece la persistencia inquebrantable del individuo en ser sí mismo. Una hoja, una brizna, un cenit, no se parece a otro. Cada mente es diferente, y mientras más desarrollada esté, más fuerte es la diferencia. Cada mente debe conducir los elementos hacia dentro de sí como alimento, y si es granito o sílex, los preferirá en su mano cocidos por el sol y la lluvia, por el tiempo y el arte; pero, aunque han sido recibidos, estos elementos pasan a conformar la sustancia de su constitución, son asimilados y tienden siempre a formar, no un partidario, sino un poseedor de la verdad. Ante todo lo que se pueda decir acerca de la preponderancia del pasado, la sola palabra genio es respuesta suficiente. Lo divino reside en lo nuevo. Lo divino nunca cita, sino sólo es, y crea. El miedo profundo del presente es el genio, que hace que el pasado se olvide. El genio cree en sus más débiles presentimientos contra el testimonio de toda la historia, pues sabe que los hechos no son definitivos, que un estado mental es el ancestro de cualquier cosa. ¿Y qué es la originalidad? Es ser, ser uno mismo y comunicar de manera precisa lo que vemos y lo que somos. Genialidad es, en primera instancia, sensibilidad, la capacidad de recibir impresiones exactas del mundo exterior, y el poder de coordinarlas según las leyes del pensamiento. Implica voluntad, o fuerza original, para su correcta distribución y expresión. Si a esto se le añade el sentimiento de piedad, si el pensador tiene la impresión de que su pensamiento más estrictamente suyo no le pertenece y reconoce la sugerencia perpetua del Supremo Intelecto, los más viejos pensamientos se hacen nuevos y fértiles mientras los comunica.
Los originales jamás pierden su valor. Hay siempre en ellos un estilo y un peso discursivo, que la inmanencia del oráculo les otorgó y que no pueden ser falsificados. De ahí la permanencia de los mejores poetas. Platón, Cicerón y Plutarco citan a los poetas del mismo modo en que las Escrituras son citadas en nuestras iglesias. Se aduce una frase o una sola palabra, con énfasis honorario, de Píndaro, Hesíodo o Eurípides, como si se excluyera cualquier argumento, porque fue así como dijeron; en lo cual importa el hecho de que el vate pronunció, no sus palabras, sino las de algún dios. Shakespeare, Milton y Wordsworth estaban muy concientes de sus responsabilidades.. Cuando un hombre piensa felizmente, no encuentra huella en el campo por donde pasa. Todo pensamiento espontáneo es irrespetuoso ante todo lo demás. Píndaro utiliza esta altiva resistencia, como si fuera imposible encontrar sus fuentes: “Hay muchas rápidas flechas en mi carcaj, que tienen voz para todos aquello con entendimiento, pero para la multitud necesitan intérpretes. Está dotado de genio aquél que conoce bastante por su propio talento natural”.
Nuestro placer al ver a cada mente abordar el tema al cual con justicia tiene derecho es visto en una mera idoneidad del tiempo. El que llega en segundo lugar debe forzosamente citar al que ha llegado primero. Los primeros que describieron la vida salvaje, como la relación del capitán Cook de las Islas de la Sociedad, o los viajes de Alexander Henry entre nuestras tribus de la India, tienen el encanto de la verdad y el justo punto de vista. Los marineros experimentados y los inexpertos, recién llegados de los países más civilizados, con verdadera expectación y aun así sin sentimentalismos acerca de la vida salvaje, saludablemente reciben y hacen informes de lo que vieron –viendo lo que debían ver, sin poderlo elegir–; y ningún hombre sospecha el gran mérito de su descripción hasta que Chateaubriand, Moore, Campbell o Byron llegan y mezclan tanto artificio con sus retratos, que la ventaja incomparable de las primeras narraciones aparece. Por la misma razón nos desagrada que un poeta escoja un tema antiguo o lejano como su musa, como si confesara su falta de profundidad. Las mejores obras tienen que ver siempre con lo más cercano. Podemos pasarlo por alto sólo como los atrevimientos de un poder demasiado prodigioso, cuando la vida de un genio está tan cargada que, como si saliese de la petulancia, lanza su fuego sobre una momia vieja; y he aquí que camina y se sonroja una vez más, aquí en la calle.
No podemos exagerar nuestra deuda con el pasado, pero el momento tiene llamado supremo. El pasado es para nosotros, pero los mismos términos bajo los cuales puede convertirse nuestro consisten en su subordinación al presente. Sólo un inventor sabe tomar prestado, y cada hombre es –o debería ser– inventor. No debemos forzar el movimiento orgánico del alma. Es una certeza que el pensamiento tiene su propio movimiento y las pistas que surgen de él, las palabras que sin esperarlo alcanza a oír la mente libre, son dignas de confianza y fértiles cuando son obedecidas y no degradadas por un asunto bajo y egoísta. Esta vasta memoria no es más que materia prima. El don divino es siempre la vida inmediata, que recibe y usa y crea, y bien puede enterrar lo viejo en la omnipotencia con la cual la naturaleza descompone toda la cosecha para su recomposición.